La primera vez que me llamaron Grinch yo dudé si sentirme ofendido o halagado. La verdad es que nunca he visto la película, ni he leído el cuento —ni sé si existe un cuento o si la historia del Grinch se remonta a alguna truculenta fábula alemana que los siglos y Disney han dulcificado—. Yo al Grinch lo asociaba con Jim Carrey no sé muy bien por qué, pues la verdad es que tampoco le había visto nunca disfrazado. Así que mi primera reacción fue dar las gracias, generando en ese instante una incomodidad violenta que se me hizo difícil interpretar. "Además de chapas, gilipollas", escuché que carraspeaba alguien por detrás. Y yo ni me giré ni me encaré porque, parándome a pensarlo detenidamente, lo único que le faltaba a esa descripción era llamarme pusilánime. Y ya tengo una edad para enfadarme por insultos que, más allá de cualquier cosa, son verdad.

Como además de todo eso soy de una soberbia patológica, aguanté el resto de la cena fingiendo que mi orgullo grinchesco nacía de un profundo conocimiento del personaje. Asentí a todo lo que me soltaron durante los tres minutos que duró la reprimenda ensanchando a cada frase mi sonrisa e inflando poco a poco el pecho, que si la bronca llega a durar diez segundos más habrían podido pintarse Las meninas usando como puntos de fuga mis pezones. Sólo una vez en casa, medio pedo y medio solo y medio avergonzado, pude meterme en internet y desatarme a sollozar calmadamente.

En estas fechas tan propicias para los de mi especie, a mí me da por preguntarme cosas. Me pregunto, para empezar, de dónde viene esa necesidad tan nuestra de despreciarlo todo; porque sé que de ahí proviene la no menos patética urgencia por demostrar que nada nos ha pillado nunca con el pie cambiado. Somos esa clase de personas que fingen dolencias en las uñas con tal de no reconocerle al rival habernos bailado un punto jugando al tenis. Ni de coña vamos a admitir que no sabemos sobre algo con lo que encima todo el mundo parece estar de acuerdo a nuestra costa.

Lo otro en lo que pienso es en qué momento, exactamente, uno puede decir que ha pasado de ser un simple gruñón verde al cuñado de las cenas navideñas. Yo para esto suelo aplicar la estrategia de Ted Mosby: "Niños, si no sois capaces de localizar al cuñado en la mesa, sois vosotros". Lo cual está muy bien como prueba del algodón definitiva, pero ayuda poco si lo que se quiere es revertir el tiempo y evitar esa tentación primera que te llevó a soltar una ponencia inventada de media hora sobre el sistema electoral escandinavo para tapar tu mentira anterior sobre las fuentes ancestrales de las que bebe la historia de ese Grinch tan majo con el que no paran de compararte.

Lo más curioso, de todas formas, es que la única forma de salir de esa encerrona consiste en pasarse el juego. Uno tiene que abrazar su alma de Grinch y transpirar cuñadeces por todos sus poros. Uno tiene que mirar de frente al abismo y dejar que el abismo mire al mismo tiempo dentro de él. Tiene que ir enfangándose y asfixiándose en sus propias inseguridades. Acabar atrincherado y solo a un lado de la mesa, lanzando proyectiles al resto de la familia parapetada en el otro extremo; para desde allí, en un segundo de zozobra, reparar tal vez en el abuelo que jamás prestó atención a la conversación de los mayores y prefirió gastar sus horas jugando a walkie-talkies con sus nietos. Si has tocado fondo, a lo mejor a partir de entonces te empieza a dar por imitarle.

QOSHE - El intrigante riesgo de ser el Grinch y no saberlo - Luis Herrero Goldáraz
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

El intrigante riesgo de ser el Grinch y no saberlo

9 9
05.01.2024

La primera vez que me llamaron Grinch yo dudé si sentirme ofendido o halagado. La verdad es que nunca he visto la película, ni he leído el cuento —ni sé si existe un cuento o si la historia del Grinch se remonta a alguna truculenta fábula alemana que los siglos y Disney han dulcificado—. Yo al Grinch lo asociaba con Jim Carrey no sé muy bien por qué, pues la verdad es que tampoco le había visto nunca disfrazado. Así que mi primera reacción fue dar las gracias, generando en ese instante una incomodidad violenta que se me hizo difícil interpretar. "Además de chapas, gilipollas", escuché que carraspeaba alguien por detrás. Y yo ni me giré ni me encaré porque, parándome a pensarlo detenidamente, lo único que le faltaba a esa descripción era llamarme pusilánime. Y ya tengo una edad para enfadarme por insultos que, más allá de cualquier cosa, son........

© Libertad Digital


Get it on Google Play