De los grandes maestros del ajedrez, de los grandes genios, todo el mundo admira esa capacidad incomprensible que tienen de contener en la cabeza no únicamente la disposición diabólica del tablero que tienen delante de los ojos, sino la de la inmensa mayoría que podrían llegar a tener en función de las piezas que decidan mover tanto ellos mismos como sus oponentes. Se trata de una prueba apabullante de superioridad mental que además se ve magnificada por una particularidad formidable: no se ve. A mí las partidas que más me entusiasman son aquellas que no entiendo. Esas en las que de pronto, con todas las piezas aún por comer, ambos contendientes se dan la mano y zanjan el asunto como si hubiesen tenido acceso a un futuro excepcionalmente sangriento que el resto de mortales, estúpidos, no mereciésemos conocer.

Menos gente admira otra capacidad igual de incomprensible y que sólo poseemos unos pocos iluminados. Me refiero a la capacidad de pensar una partida durante siglos; de pensarla fuertemente, con todo nuestro cerebro, como si nuestra vida dependiese de ella; de sopesar las distintas posibilidades; de analizar estrategias; de estudiar partidas históricas de Kaspárov; todo para mover una pieza poniendo cara de inteligencia y perder acto seguido un alfil, una torre, la reina y si me apuras, probablemente, hasta el título escolar. No es sencillo comprometer la seguridad de tantas piezas clave en una sola acción. Pero menos sencillo me parece explicarla luego y que no se entienda qué era aquello que pretendíamos ejecutar.

En el panorama político español, ese tablero inclinado que denunciamos algunos, de vez en cuando se dan ejemplos primorosamente lamentables. Hoy, por ejemplo, sabemos que existe un líder de la Oposición —la misma que criticó los indultos a ERC y que lleva meses cargando contra el intercambio de impunidad por investidura que Pedro Sánchez firmó con Junts— capaz de deslizar en una conversación con periodistas que la condición necesaria que le pondría a un indulto a Puigdemont debería estar condicionada a su arrepentimiento y al abandono de la vía unilateral. Faltaría más. "Miradme", parece estar diciéndonos, "soy un poco menos malo que el PSOE".

Una jugada así de histórica se hace difícil de analizar. Veamos: con un simple movimiento de la mano, Feijóo ha conseguido dibujarse como un aspirante a presidente lo suficientemente ingenuo como para soltar algo así delante de periodistas hambrientos; lo ha hecho, además, mientras las encuestas gallegas están dando alas al BNG; y ha querido matizarlo explicando que es un supuesto irrealizable porque los requisitos expuestos Puigdemont jamás los cumplirá, lo que hace todavía más incomprensible que haya dicho nada en primer lugar. Algunos, necesitados de encontrarle un sentido al sindiós, se han lanzado a hablar de "voladura controlada" desde Génova, que en este caso se me antoja como sacrificar a la dama para salvar un peón. Pero quién sabrá. Lo que desde luego ha conseguido es que todos veamos cristalino que su estrategia última pasa por admitir que es posible ser un malversador sedicioso e irse de rositas, siempre que el PP necesite tus votos para gobernar. No diré yo que una estrategia tan tramposa y deleznable sea poco efectiva, necesariamente. Ahí está Sánchez, al fin y al cabo, para demostrar lo contrario. Lo que sí que digo es que alguien que interpreta así de pintorescamente la disposición de sus piezas en el tablero electoral no merece ganar. Y menos mal.

QOSHE - El PP inclina el tablero - Luis Herrero Goldáraz
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El PP inclina el tablero

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13.02.2024

De los grandes maestros del ajedrez, de los grandes genios, todo el mundo admira esa capacidad incomprensible que tienen de contener en la cabeza no únicamente la disposición diabólica del tablero que tienen delante de los ojos, sino la de la inmensa mayoría que podrían llegar a tener en función de las piezas que decidan mover tanto ellos mismos como sus oponentes. Se trata de una prueba apabullante de superioridad mental que además se ve magnificada por una particularidad formidable: no se ve. A mí las partidas que más me entusiasman son aquellas que no entiendo. Esas en las que de pronto, con todas las piezas aún por comer, ambos contendientes se dan la mano y zanjan el asunto como si hubiesen tenido acceso a un futuro excepcionalmente sangriento que el resto de mortales, estúpidos, no mereciésemos conocer.

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