Un sujeto de rostro duro, tallado en piedra, comentó en redes sociales con palabras soeces un video donde mi esposa, psicóloga, daba consejos psicoeducativos. Tras pasar por un cernidor sus palabras ásperas, rebozadas con tierra y gravilla, entendí que él no estaba de acuerdo con lo que denominaba “mariconadas” pero que en psicología se define como “crianza respetuosa”, y sostenía, con una redacción graciosísima, cargada de onomatopeyas —¡chun! ¡zas!— que a los hijos hay que educarlos con el cinturón por encima de las palabras, la paciencia y el cariño.

¿Cuánto argumento puede contener un cinturonazo? ¿Cuánto puede llegar a enseñar? ¿Acaso no es obvio que el menor obedece por miedo, no por conformidad y menos por convencimiento?

Lamentablemente, no son pocos los que opinan y actúan como ese troglodita y piensan que su hijo es educado porque sabe saludar y despedirse, pedir por favor y dar las gracias, o porque lee y escribe bien su nombre, conoce la aritmética básica, habla inglés fluido y —según presumen los padres de niños de colegios estadounidenses— sin acento. En lo nacional popular, también provoca satisfacción y hasta orgullo que los hijos se hagan trapear con sujetos primitivos de rango superior durante el servicio militar.

Con esa noción de educación, tenemos una sociedad compuesta por bachilleres, licenciados e incluso magísteres de medio pelo, que no sólo desempeñan un trabajo mediocre, sino que se incorporan y se desenvuelven con alarmante facilidad en ese deporte en que los bolivianos destacamos internacionalmente: la corrupción.

Los feroces incendios que azotaron al país en los últimos meses, provocados por grupos delincuenciales de ganaderos, cocaleros, soyeros, mineros y loteadores amparados en leyes turbias que atentan contra el país, son un ejemplo triste que devela que Bolivia está siendo destruida por los mismos bolivianos, personas egoístas que ignoran el valor de los bosques, las consecuencias del cambio climático y la importancia vital del desarrollo sostenible; individuos mal cultivados que desde niños sufrieron sequía de educación y fueron regados insuficientemente, por goteo, y sometidos rigurosamente al cinturón y al silencio, al cinturón y a la indiferencia, al cinturón y al olvido.

¿Cómo proteger a nuestros hijos de este contexto? El primer impulso de los padres es inscribirlos a todas las clases deportivas posibles, agotándolos con actividades físicas y deslindando su educación en terceras personas que pueden ser muy talentosas en el deporte que ejercitan, pero que no imparten ningún contenido intelectual.

No es que esté mal, ¿pero no sería bueno desacelerar y encontrar espacios donde podamos pasar con ellos tiempo de calidad? Momentos distendidos donde podamos conversar y reír sin horario ni alarmas. Tampoco les haría daño leer. Cometemos el craso error de transmitirles nuestra aversión contra los libros, un miedo inexplicable, una superstición medieval, como si al abrirlos fuera a salir un murciélago o nos fuéramos a contagiar de lepra. Les hacemos un daño enorme, pues los privamos de la posibilidad de nutrirse de contenido valioso y los estancamos, junto a nosotros, en un pensamiento estrecho y una charla pobre, sin ningún vuelo, llena de chismes y vulgaridad.

También es sano buscar ayuda emocional. Miro con optimismo la consulta de mi esposa, rebosante de pacientes, y pienso que la sociedad está progresando al menos en ese aspecto. Consultar con un psicólogo es cada vez más frecuente y se aleja del tabú. La gente ya no asiste a sus sesiones con gafas oscuras y sombrero de pescador. A mis amigos les incomoda cada vez menos encontrarse en la sala de espera conmigo, tremendo confianzudo, ni que me siente a conversar con ellos y les haga bromas impertinentes mientras esperan su turno.

Nada está por encima de la educación de nuestros hijos: ni un proyecto personal, ni un movimiento político, menos un partido de nuestros paupérrimos equipos de fútbol. Así también contribuimos a la construcción de una mejor sociedad. El desarrollo de un barrio, de una ciudad o de este país desolado no sólo depende del gobierno de turno, sino del nivel de la gente.

Soltar el cinturón y educar a nuestros hijos con palabras, libros y afecto es un buen propósito para el próximo año.

QOSHE - Cinturón y olvido - Dennis Lema Andrade
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Cinturón y olvido

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06.12.2023

Un sujeto de rostro duro, tallado en piedra, comentó en redes sociales con palabras soeces un video donde mi esposa, psicóloga, daba consejos psicoeducativos. Tras pasar por un cernidor sus palabras ásperas, rebozadas con tierra y gravilla, entendí que él no estaba de acuerdo con lo que denominaba “mariconadas” pero que en psicología se define como “crianza respetuosa”, y sostenía, con una redacción graciosísima, cargada de onomatopeyas —¡chun! ¡zas!— que a los hijos hay que educarlos con el cinturón por encima de las palabras, la paciencia y el cariño.

¿Cuánto argumento puede contener un cinturonazo? ¿Cuánto puede llegar a enseñar? ¿Acaso no es obvio que el menor obedece por miedo, no por conformidad y menos por convencimiento?

Lamentablemente, no son pocos los que opinan y actúan como ese troglodita y piensan que su hijo es educado porque sabe saludar y despedirse, pedir por favor y dar las gracias, o porque lee y escribe bien su nombre, conoce la aritmética básica, habla inglés fluido y —según presumen los padres de niños de colegios........

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