Abre tu armario y recórrelo con la vista, detente, valora lo que ves. Dispones de ropa suficiente para trabajar, salir de vermú, de noche, de concierto, pasar la tarde con tus hijos en el parque, acudir a un evento, teletrabajar, subir al monte, practicar kick boxing, bici, bikram yoga. Incluso para hacerlo en una segunda reencarnación si fuera simultánea y tú te dividieras en dos personas con sus propias necesidades de atuendo diario. A pesar de ello es probable que caigas anestesiada, amiga, y anestesiado, amigo, bajo el peso demoledor de toda la publicidad que genera el Black Friday y la cercanía de la magia navideña y sus diversos seres portadores de regalos. Es muy factible que, bloqueada tu capacidad racional por el canto de las sirenas del marketing y del escaparatismo, entres a una tienda y te compres esa prenda. No la necesitas, por supuesto, pero te la compras. Somos humanos. Tenemos nuestras taras y nuestro propio criadero de contradicciones. Partiendo de este punto, ¿qué puede ocurrir si la tienda, on line o física, es de segunda mano? Encontraremos prendas interesantes, únicas, originales, fuera de las tendencias de consumo rápido, algunas de gran calidad, otras de firmas que normalmente no podemos permitirnos. Vestiremos diferente, nos separaremos del común denominador. Dejaremos de contribuir, en nuestra pequeña medida, a la sobreproducción textil y a la ingente cantidad de residuos contaminantes que genera. Sí, este jersey y este vestido los han llevado puestos antes otras personas. Desconocidas. Que pueden tener enfermedades contagiosas. Las mismas que han dormido desnudas antes que tú y que yo sobre las sábanas del hotel de Amsterdam y del apartamento de Salou. Las mismas que se han llevado a la boca antes que nosotros la copa del bar y el tenedor del restaurante. El tenedor, la copa, la sábana, el vestido y el jersey han pasado antes de llegar a ti y a mí por el mismo proceso de lavado o de higienizado. ¿De dónde viene entonces el prejuicio ante la ropa de segunda mano?