La afición por los santos en el mundo católico es obsesión tradicional. No hay localidad que no los tenga. Que hayan existido o no, es lo de menos. Lo que sorprende son las razones de la Iglesia para canonizar a esta “buena gente”, pues, a veces, las razones por las que fueron elevados al altar son las mismas por las que podrían ser odiados. Su intransigencia en materia de fe, más que motivo de alabanza, es de alarma social. Su fanatismo llevó a muchos “heterodoxos” al potro de tortura.

Por poner el ejemplo contrario, digamos que los protestantes consideran que establecer una categoría de supercristianos entre Dios y el hombre –mediadores o intercesores los llama el Vaticano–, no es capacidad cognoscitiva al alcance del ser humano. Consideran virtuosos a muchos de sus compañeros en la fe, pero están ahí para imitarlos, no para venerarlos –menos aún–, adorarlos, una línea roja que los católicos rara vez respetan. Por ejemplo, entre los católicos navarros es un hecho que se reza, se invoca y se venera más a San Fermín y a San Francisco Javier que a la Santísima Trinidad, ya saben, esas tres personas distintas capaces de transformarse en un solo dios verdadero, como decía el catecismo.

Por su parte, Cándido, seudónimo de Carlos Luis Álvarez, en su libro Un periodista en el franquismo, contaba que una vez hizo de negro. Le encargaron escribir “veinte biografías de santos que hubiesen sido asesinados por los rojos en la guerra civil”. Disponía de un mes para escribirlas. Se las inventó todas, tomando como referentes de santidad a gente de su barrio. Amigos, incluso. Y no de buena conducta, claro. Estas biografías martiriales integraron el índice de un libro que firmó como su autor, Fray Justo Pérez de Urbel, abad del Valle de los Caídos.

El problema no es la cantidad de santos existentes, sino cuando se los saca del marco religioso para el que fueron imaginados como acicate emocional de la piedad popular y se ordeñan para trasegar la mente y el corazón humanos con reclamos ajenos al cultivo de su religiosidad.

San Francisco Javier y San Fermín forman parte de ese expolio teológico. Su explotación político-religiosa lo ha sido en tiempos de paz y de guerra. En la Guerra Civil, el de Jaso alcanzó cotas insuperables del ordeño patriótico. Los fieles, acuciados por dirigentes de casulla y de fusil, le rezarán para pedir a Dios cosas increíbles, actividad tan atrevida como inútil, pues, como decía Kant, Dios sabe muy bien lo que cada uno necesita y no hace falta que se lo recuerden y le dan la tabarra cada dos por tres. Entiende a la primera lo que cada cual precisa, en materia de salud, dinero y amor. Y, por supuesto, en política. Ahora, por ejemplo, la “Trini” lo estará pasando mal. Y eso que es Sabiduría Infinita. Ahora bien, ¿por quién se inclinará al oír las preces de ucranianos y rusos, palestinos y judíos? ¿O es que, acaso, no rezan al mismo Dios, aunque con distinto nombre?

Pedir al Eterno que pulverice al enemigo refleja, desde luego, más que un credo religioso, una actitud política beligerante. En 1936, en Navarra se rogó a Dios que machacara a los rojos, pues el santo estaba contra la II República. Recordemos que el gobernador civil de Navarra en febrero de 1932, tras la expulsión de los jesuitas de España, mandó cerrar la basílica dedicada a honrar su memoria. En realidad, el gobernador, Manuel Andrés Casaús, de Elizondo, nada tenía contra el santo, sino contra el mercadeo político que las derechas venían haciendo de su nombre contra el gobierno republicano. Y no exageraba lo más mínimo. De hecho las derechas políticas y religiosas de la provincia explotarían ese cierre de forma demagógica declarando que San Francisco Javier era la raíz de “la Navarra imperial, misionera y católica”. Es decir, fascista, por lo del golpe, y franquista, con la llegada del dictador. Desde el día 2 de marzo hasta el 12 del mismo mes de1937, las fuerzas políticas de la Navarra golpista a una con las instituciones religiosas, establecieron “días de oración y penitencia en el Castillo de Javier por la salvación de España” (Diario de Navarra, 2.2.1937). El 4, se inició la tradicional “Novena de la Gracia” en honor de San Francisco Javier. Su justificación era más que obvia: “Dadas las actuales circunstancias revestirá este año solemnidad extraordinaria, ya que ahora más que nunca es necesario redoblar nuestras plegarias e invocar la intercesión del santo patrono de Navarra por la salvación de España”. Y no hace falta decir qué significaba esta “salvación”, pues el obispo Olaechea ya se lo había aclarado. Se trataba de una cruzada contra los rojos.

Se pedía que “todos los buenos navarros marcharan al Castillo para postrarse a los pies de San Francisco y pedirle por esta querida España y por el triunfo de la santa causa de Dios por la que él murió sediento todavía de almas conquistadas para el cielo” (5.3.1937).

Curioso. La “causa de Dios” por la salvación de las almas de Goa (Japón) era la misma causa cifrada ahora en el triunfo de las tropas golpistas. Un paralelismo teológico genial. La cuestión, como decía el reclamo religioso, era rezar a San Francisco Javier “para conquistar su corazón y con su ayuda conquistar el corazón de Dios” (9.3.1937). El del día 12 de marzo, lo fue “para pedirle (al santo) su valiosa protección a favor de las Armas Nacionales y pronta pacificación de España” (11.3.1937). Hablar de salvación como de pacificación era un eufemismo. Royo Villanova, que fue rector de la Universidad de Zaragoza y en 1929 impulsor de la creación de una cátedra de teología en su recinto universitario, se anduvo con menos rodeos y en carta a Pemán le diría: “V. E. sabe, mejor que nadie, cuál es el fundamento de esta Novena. La gracia que yo voy a pedir en ella, unido a miles de navarros en la basílica del jesuita glorioso, es la que venimos pidiendo con la insistencia desde hace siete meses, la toma de Madrid por las tropas de Franco”.

Claro que, a la vista de la tardanza de dos años más en “pacificar a España” y someter la capital, o San Francisco Javier no conmovió de inmediato la víscera cordial de Dios o los planes de este iban por derroteros distintos. O sucedió lo que dijo Solidaridad Obrera: “Los facciosos no se fiaban mucho de estas intercesiones al Cielo, pues procuran que Hitler y Mussolini les saquen las castañas del fuego con el envío de cañones, aviones y soldados”. Luego, añadía: “sí, sí, muchas novenas, pero sin escrúpulos para recibir ayudas de protestantes, mahometanos y diablos rojos si estos pudieran mandarles un refuercillo” (13.3.1937). Nada que objetar a que los golpistas utilizaran al santo para justificar la bondad de su barbarie. Mosquea más saber si al santo al que reza la feligresía actual es el mismo a quien invocaban los facciosos. Y, si lo es, ¿cabría preguntar si el de Jaso seguirá odiando la democracia como la odiaban los golpistas? A fin de cuentas, la ideología política de los santos es la ideología política que dicen que tienen los obispos. O preguntado de otro modo: ¿San Fermín y San Francisco Javier son santos de derechas o diestros alternativos? El obispo debería aclararlo. Y no responda que los santos no se meten en política. Lo sabemos. Quien los mete en ella son los obispos. La cuestión está en sacarlos de ella.

Los autores son Víctor Moreno, José Ignacio Lacasta, Clemente Bernad, José Ramón Urtasun, Carolina Martínez, Txema Aranaz, del Ateneo Basilio Lacort

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El santoral católico y los golpistas navarros

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08.12.2023

La afición por los santos en el mundo católico es obsesión tradicional. No hay localidad que no los tenga. Que hayan existido o no, es lo de menos. Lo que sorprende son las razones de la Iglesia para canonizar a esta “buena gente”, pues, a veces, las razones por las que fueron elevados al altar son las mismas por las que podrían ser odiados. Su intransigencia en materia de fe, más que motivo de alabanza, es de alarma social. Su fanatismo llevó a muchos “heterodoxos” al potro de tortura.

Por poner el ejemplo contrario, digamos que los protestantes consideran que establecer una categoría de supercristianos entre Dios y el hombre –mediadores o intercesores los llama el Vaticano–, no es capacidad cognoscitiva al alcance del ser humano. Consideran virtuosos a muchos de sus compañeros en la fe, pero están ahí para imitarlos, no para venerarlos –menos aún–, adorarlos, una línea roja que los católicos rara vez respetan. Por ejemplo, entre los católicos navarros es un hecho que se reza, se invoca y se venera más a San Fermín y a San Francisco Javier que a la Santísima Trinidad, ya saben, esas tres personas distintas capaces de transformarse en un solo dios verdadero, como decía el catecismo.

Por su parte, Cándido, seudónimo de Carlos Luis Álvarez, en su libro Un periodista en el franquismo, contaba que una vez hizo de negro. Le encargaron escribir “veinte biografías de santos que hubiesen sido asesinados por los rojos en la guerra civil”. Disponía de un mes para escribirlas. Se las inventó todas, tomando como referentes de santidad a gente de su barrio. Amigos, incluso. Y no de buena conducta, claro. Estas biografías martiriales integraron el índice de un libro que firmó como su autor, Fray Justo Pérez de Urbel, abad del Valle de los Caídos.

El problema no es la cantidad de santos existentes, sino cuando se los saca del marco........

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