Trabajaba yo para una editorial argentina durante cierta edición de la Feria del libro de Buenos Aires, cuando se me acerca una chica de aspecto moderno e intelectual. Saludó y tímidamente pasó a preguntarme lo que cualquier persona hubiera intentado averiguar con algún miembro del personal disponible.

Yo era un simple e inexperto librero, pero respondía con seguridad y elegancia. Me había puesto al día en el arte de sugerir lecturas gracias a mis compañeros de venta; verdaderos linces-pro que la industria del libro premiaba al final de cada evento por su honesta entrega, que implicaba promoción, distribución y venta de libros, e incluía dar mucha bicicleta por toda la ciudad.

Nunca había sido bueno para vender nada, así que tuve que hacer un gran esfuerzo y empecé por imitarlos. Gracias a mi perseverancia, en poco tiempo dejé atrás la timidez y fui capaz de convencer a la clientela. Contaba incluso con un stock de frases calcadas de mis colegas.

Si me preguntaban, allá iba yo con acento y todo para lucir mi ristra de comodines: “Este autor te volará la tapa de los sesos”, “Es como el título que dices, pero mil veces más entretenido”, “Te aseguro que es adictivo, contundente y desopilante”, “… Explota”.

Aquella chica hablaba español con bastante fluidez, pero se notaba que la de Cervantes y Sabina no era precisamente su lengua. De modo que en una de esas, teniéndola ya con tres libros en la mano, pregunté, curioso, su nacionalidad, a lo cual debió responderme que finlandesa. “Ah —pensé yo—, ¡qué suerte la mía!”.

Eran días en los cuales andaba particularmente interesado en su cultura, incluida la biografía de alguna figura menor del salto con pértiga femenino que había visto en unos juegos recientes. En lo que concierne a la literatura, acababa de leer un libro de Arto Paasilinna, autor que conocí por una recomendación de Babelia.

Había corrido a preguntarles a los del stand de Riverside, donde estaban los libros de Anagrama. Así me hice de la novela El año de la libre, en una traducción de Ursula Ojeanen y Juan Carlos Suñén. La edición era de 2011.

La historia me cautivó, y hasta me hizo fantasear con un posible retiro a una zona alejada de la civilización para dedicar mis fuerzas a la naturaleza. Tal vez porque Vatanen, el protagonista, era también periodista, y me gustó aquella insólita reacción suya el día en que, yendo a bordo de un auto en compañía de un fotógrafo (ambos descritos en medio de su tarea como “infelices y cínicos”) sucede algo que sólo a él lo cambiará.

Atropella con el auto una liebre y al bajarse e inspeccionar, Vatanen toma la decisión más inesperada: agarra a la atemorizada criatura y decide seguir con ella en brazos, escurriéndose por el bosque, a pesar de las voces de su compañero y de la civilización en sí misma.

De ese modo, comienza su viaje por varias regiones, en cada una de las cuales tiene que proteger el animal que cuida en su recuperación. El libro fue llevado al cine en ocasiones y se le ha descrito como “la epopeya moderna de un Robinson ártico”, según se lee en su contracubierta.

Por todo eso no dudé en preguntarle a la chica por este escritor de apellido Passilinna. Error mío, porque resulta que aquella cliente era una exigente editora, y al parecer su paladar estaba adaptado a otra clase de sustancia literaria.

Decepcionada posiblemente, y devolviéndome los tres libros que mantuvo por largo rato en sus brazos, dio por acabado el intercambio, se despidió y siguió en lo suyo. No demoró en que la viera tragada por el maremágnum de personas que andaban por el lugar.

Después pensé que mi desliz había sido vulgar, pues debí haber citado autores más clásicos y reputados, digamos que a tono con los espejuelos que lucía también ella. Hacía mil años había leído y discutido con compañeros de aula universitaria aquel célebre Sinuhé, el egipcio, por ejemplo, escrito por otro autor finlandés, uno de esos que a ella le habría interesado seguramente.

Pero, además de Mika Waltari, otros nombres de escritores de Finlandia no recordaba. En su lugar, tenía fresco el nombre de Paasilinna, quien contrario de interesarse por reconstrucciones monumentales de la historia y describir sus narraciones con un lenguaje sofisticado, era dado a relatos aparentemente ligeros en los que la sátira y el humor negro saltan como recursos para ofrecer mundos que también puede ser leídos como una parábola.

Tras la historia de la liebre y Vatanen, me leí otros dos libros del autor: Prisioneros en el paraíso (2012), y La dulce envenenadora (2008), con traducción ambos de Dulce Fernández Anguita y editados de la misma manera por Anagrama en su clásica colección amarilla denominada “Panorama de narrativas”.

Al poco tiempo, en octubre de 2018, me sorprendió la muerte de Paasilinna. Entonces los diarios me dieron más detalles, como que había escrito unas 35 novelas, sin contar sus obras de no ficción, y que había sido traducido a más de 40 idiomas. Lo llamaban “el escritor finlandés más popular de la historia, con más de 8 millones de ejemplares vendidos en todo el mundo”.

Paasilinna nació el 20 de abril de 1942 en Kittilä. Luego, su larga familia tuvo que huir de Petsamo cuando estalló la guerra de Laponia y tenía él 2 años. Después, la vida fue desplegándose de manera aparentemente generosa: realizó estudios, escribió su primera novela, que olvidó hasta comenzar en serio una carrera de gran aceptación desde los años 80.

El periodista y escritor Tuomas Marjamäki ha descrito a Paasilinna como un hombre de “una personalidad contradictoria”, y apuntaba que la calidad de sus libros había ido en detrimento en los años finales de su vida, que incluso previo al infarto cerebral Passalina solía beber desmedidamente.

Al momento de su muerte, poco quedaba de sus días de gloria, o de su pasado como enérgico guardabosques y activo periodista; vivía en una residencia de ancianos, a donde llegó un año después de padecer un derrame cerebral en 2009. La prensa de Helsinski relató que en ese sitio había llegado a escribir el borrador de una nueva historia. Tenía 76 años.

QOSHE - Desilusión finlandesa - Leandro Estupiñán
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Desilusión finlandesa

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15.02.2024

Trabajaba yo para una editorial argentina durante cierta edición de la Feria del libro de Buenos Aires, cuando se me acerca una chica de aspecto moderno e intelectual. Saludó y tímidamente pasó a preguntarme lo que cualquier persona hubiera intentado averiguar con algún miembro del personal disponible.

Yo era un simple e inexperto librero, pero respondía con seguridad y elegancia. Me había puesto al día en el arte de sugerir lecturas gracias a mis compañeros de venta; verdaderos linces-pro que la industria del libro premiaba al final de cada evento por su honesta entrega, que implicaba promoción, distribución y venta de libros, e incluía dar mucha bicicleta por toda la ciudad.

Nunca había sido bueno para vender nada, así que tuve que hacer un gran esfuerzo y empecé por imitarlos. Gracias a mi perseverancia, en poco tiempo dejé atrás la timidez y fui capaz de convencer a la clientela. Contaba incluso con un stock de frases calcadas de mis colegas.

Si me preguntaban, allá iba yo con acento y todo para lucir mi ristra de comodines: “Este autor te volará la tapa de los sesos”, “Es como el título que dices, pero mil veces más entretenido”, “Te aseguro que es adictivo, contundente y desopilante”, “… Explota”.

Aquella chica hablaba español con bastante fluidez, pero se notaba que la de Cervantes y Sabina no era precisamente su lengua. De modo que en una de esas, teniéndola ya con tres libros en la mano, pregunté, curioso, su nacionalidad, a lo cual debió responderme que finlandesa. “Ah —pensé yo—, ¡qué........

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