Yo vi a los manes de mi generación, a los lares, cantar en ceremonias, alegrarse
cuando Cuba y Fidel y aquel año 60 eran apenas un animal inferior, invertebrado.
Y yo los vi después
cuando Cuba y Fidel y todas esas cosas fueron peso y color
y la fuerza y la belleza necesarias a un mamífero joven.
Yo corría con ellos
y yo los vi correr.
Y el animal fue cercado con aceite, con estacas de pino para que ninguno conociera
su brillante pelaje, su tambor.
Yo estuve con mi alegre ignorancia, mi rabia, mis plumas de colores
en las antiguas fiestas de la hoguera
Cuba sí, yanquis no
Hay un animal noble y hermoso cercado entre ballestas.
En la frontera Sur la guerra ha comenzado.
La peste, el hambre, en la frontera Norte.

El que habla es Antonio Cisneros, uno de los mayores poetas peruanos. Es el año 1968. Cuba era ese animal herido, cercado. Así lo vieron los latinoamericanos de entonces. En ese espejo también nos veíamos nosotros. La solidaridad latinoamericana nos reconfortaba. Pero no disminuía aquel vivir peligrosamente, ni la percepción de amenaza convertida en hábito, en vida cotidiana, que lo impregnaba todo, también la política, la economía, las relaciones sociales, familiares, la moral, la fe.

Como ha señalado nuestro principal filósofo marxista vivo, Jorge Luis Acanda, el socialismo cubano “no se alcanzó uniformando a la sociedad, ni convirtiéndola en un bloque monolítico y monocorde (cosa por demás imposible), sino sentando, en aquellos años, los fundamentos de una sociedad civil más plural, precisamente por ser más inclusiva que la precedente”. Para hacerlo, tuvo que defenderse en una guerra de verdad, y barrer a sus enemigos, los que se oponían a ese proyecto nacional desde la época de Martí ―sacarocracia, burguesía importadora, lumpen, instituciones armadas―, y enfrentarse a la potencia hegemónica con que estaban aliados desde mucho antes. Aquella guerra no cesó, como algunos imaginan, cuando los alzados contra la Revolución fueron derrotados.

Ese camino tuvo que recorrerlo a solas porque, mientras aquellos poderes formidables le hicieron la guerra incesante desde su primera infancia y lograron cercarlo, como dice Cisneros, sus únicos aliados, el bloque soviético y China, que no compartían aquel proyecto de socialismo a la cubana, intentaron subordinarlo a su manera.

No es extraño, pues, que en aquel entorno borrascoso, aislado y atrapado en una ecuación geopolítica que lo rebasaba, el proyecto político fuera transformándose forzosamente, en la misma medida en que su sobrevivencia convirtiera la seguridad nacional en la principal variable.

Esa lógica dictó medidas radicales, como el traslado masivo de las familias de los alzados y colaboradores a pueblos en Pinar del Río y Camagüey, un servicio militar especial para quienes no eran confiables en el manejo de “la nueva técnica” de armamentos venida de la URSS (desafectos, religiosos, homosexuales), la nacionalización masiva de 58 mil pequeños negocios alegando “ilegalidad, baja integración de los propietarios a la Revolución, condiciones de vida antisocial, sucios negocios, robo y soborno”.

Como ocurre a menudo con la razón política, esas medidas se justificaban ideológicamente: “Si de algo se puede reprochar a esta Revolución no es ni mucho menos de haber sido extremista sino en todo caso de no haber sido lo suficientemente radical. Y no debemos perder oportunidad ni dejar pasar la hora ni el momento de radicalizar cada vez más a esta Revolución”. (FC, 13 de marzo, 1968).

Juzgar aquellas políticas como excesivas o erróneas, vistas desde hoy, no obsta para entender que ninguna fue causa sino consecuencia de una situación creada por el conflicto. Y explicarlas sin tomar en cuenta la circunstancia de atrincheramiento, percepción de amenaza, preeminencia de la seguridad e instinto de conservación, carece de sentido histórico.

¿A qué viene recordar todo esto, tantos años después? Pues porque al hablar de los orígenes de nuestros males actuales, muchos parecen ignorar ese pasado, o haberlo olvidado. Como si la neblina del ayer se enrojeciera a medida que lo narrado se vuelve remoto, a la manera de esos cuerpos celestes que se alejan cada vez más rápidamente de nuestra galaxia, y por eso su luz nos llega en la longitud de onda del rojo, que lo nubla todo.

¿Cómo nos sirve esa historia, no solo para entender los orígenes de nuestros problemas, sino como herramienta de análisis en la interpretación del presente? ¿Cómo se relaciona con nuestro contexto actual, interno/externo, en especial con nuestras relaciones con el Norte y el Sur de América, con el mundo? ¿Puede ayudarnos a avizorar lo que viene?

Pensar el presente como historia requiere dar un poco de rewind al video, y contrastarlo con nuestros contextos. Lo primero que salta a la vista es que Cuba dejó de tener, para EE. UU., la importancia que tuvo durante la Guerra fría.

En los años 60 éramos una amenaza percibida por EE. UU., con los lentes de la teoría del dominó, cuando el fantasma de “otras Cubas” inspiraba su política latinoamericana. Cercarla por todos los medios, salvo la invasión directa, era el conjuro. Como se sabe, aquel cerco casi perfecto, que apenas le dejó a Cuba como interlocutores a los movimientos de liberación nacional, logró más bien que la profecía se autocumpliera, siendo un factor decisivo en la proliferación de ejércitos guerrilleros inspirados en la Revolución cubana.

Desde los primeros 70, las repúblicas americanas del Sur se percataron del efecto contraproducente de este cerco para sus intereses de seguridad, y no solo restablecieron relaciones con la isla, sino que le pidieron a EE. UU. que lo hiciera, desde 1974. De hecho, ese deshielo caribeño y latinoamericano (en ese orden), que Cuba se apresuró a corresponder, tuvo su efecto en el acercamiento de la Administración Carter a nosotros. No olvidar que aquel rapprochement tuvo lugar a pesar de que la alianza cubano-soviética estaba en su momento más alto, y miles de tropas cubanas estaban desplegadas en el suroeste y el cuerno de África.

Como se sabe, según los documentos desclasificados y las entrevistas a los actores, Carter tenía la intención, si hubiera sido reelegido, de continuar buscando el diálogo, a pesar de los incidentes en el Congreso sobre “brigadas soviéticas” y otras zarandajas, e incluso del éxodo del Mariel.

En otras palabras, el contexto latinoamericano fue entonces el principal impulsor de un entendimiento entre Cuba y EE. UU. E incluso las alianzas con la URSS y con los movimientos de liberación africanos lo mantuvieron como prioridad. Como es lógico, en términos geopolíticos.

La Cuba de hoy no está en el radar de EE. UU. como en aquellos tiempos, ni tampoco como en los 80, cuando, bajo la Administración Reagan, se llegó a identificársele en términos de amenaza global, solo seguida de la URSS. Claro que no. La gran paradoja consiste, sin embargo, en que la retirada de las tropas cubanas de África y de los asesores militares en Nicaragua, el fin de las guerras centroamericanas, y el derrumbe del socialismo europeo y soviético, al borrar a Cuba del radar de las amenazas de EE. UU., no dio paso a la normalización, sino más bien la lanzó al sótano de sus prioridades geopolíticas.

La paradoja tendría otra explicación de realpolitik. ¿Para qué negociar con un país chiquito, dependiente económica y militarmente de unos aliados que se esfumaron, envuelto en una crisis múltiple, y con un Castro “en su hora final”, como anunciaba aquel best-seller de Miami?

Desde el fin de la URSS, hace más de treinta años, la economía cubana no se ha recuperado; con altibajos, la crisis ha seguido. Pero ni las protestas de julio de 2021, ni el flujo migratorio masivo, ni la visibilización del disentimiento que los datos móviles han propiciado —aunque representan síntomas políticos del malestar y el estrechamiento del consenso—, han provocado hasta el momento señales de ingobernabilidad, descontrol, desestabilización política.

¿Qué esperan los EE. UU.? ¿No les convendría más continuar la política de Obama, la búsqueda de un diálogo que extienda la superficie de contacto, en lugar de cerrarla? ¿No sería más inteligente seguir tejiendo una red de acuerdos que, como pasa con todos estos, obliguen a las dos partes, técnicamente, a sujetar su soberanía a esos compromisos libremente asumidos?

Para valernos de un paralelo histórico, si en vez de caer en la espiral de la guerra, EE. UU. y Cuba hubieran dialogado sus diferencias, ¿habría sido tan vertiginoso y tan radical el proceso revolucionario? No lo menciono para imaginar lo que pudo ser, como hacen algunos historiadores hipotéticos, sino para apuntar a un ángulo del problema, entendido no de manera racionalista, sino política: ese conflicto radical aceleró y llevó más allá todo lo planeado, forzó lo imaginado como posible o viable, cerró las diferencias entre las fuerzas revolucionarias, y muy especialmente, empujó a buscar alianzas donde las hubiera.

Hoy repetimos que todo lo que puede hacer Cuba para encauzar el conflicto con EE. UU. es insignificante, pues la iniciativa está del lado de Washington, y seguimos encerrados en una burbuja de Guerra fría. Que el futuro de las relaciones se decide en la campaña electoral y los votos cubanoamericanos en la Florida. Que un senador republicano y otro demócrata tienen en sus manos el lazo de esas relaciones, y lo han hecho un nudo en el cuello del presidente. Que mientras no se suspenda la aplicación del Título III de la Helms-Burton estemos en la lista negra de países terroristas, y los estadounidenses no puedan alojarse en hoteles de Gaviota, no habrá señales de cambio que valga registrar. Para cerrar esta máscara de hierro, los 400 mil cubanos que se han ido cultivan el mismo furor y rencor legítimos contra el régimen comunista que los primeros exiliados, así que el voto cubanoamericano republicano irremediablemente estará determinado por la dureza de su candidato respecto a Cuba.

En cuanto a este lado, se ha dicho y repetido que Cuba no fue todo lo flexible y pragmática que habría podido ser durante el corto verano de Obama; mientras que la Casa Blanca hizo concesiones unilaterales.

Ahora bien, en momentos posteriores todavía podría contribuir a recuperar las relaciones, en especial mediante dos palancas clave. La primera, dado el peso crucial del triángulo Washington-Caracas-La Habana como obstáculo en las relaciones, Cuba tenía en sus manos convencer a Maduro de que aflojara con la oposición, respondiendo a las presiones de la UE y otros países de la región, así como bajando el perfil de sus relaciones con Rusia e Irán. La segunda, que para motivar a esta Administración lo aconsejable era liberar de una vez a todos los condenados por las acciones del 11 de julio de 2021.

Lo anterior tiene como premisa que el láser de la política de EE. UU. hacia Cuba se concentra en un punto: el cambio de régimen. Por razones económicas (recuperar las propiedades nacionalizadas en 1959-68), políticas (restablecer el orden capitalista y la democracia liberal), estratégicas (restaurar el orden del sistema interamericano preconizado en el TIAR y la OEA) e ideológicas (reforzar la doctrina Monroe en su versión 4.0).

Nuestro foco, para decirlo con una paráfrasis, consiste en “salvar todo lo que pueda ser salvado”; o sea, “preservar las conquistas de la Revolución” (educación, salud, seguridad social…), guiarnos por el pragmatismo político (conceptualmente distinto a realismo) para poder sobrevivir y crecer (conceptualmente distinto a desarrollo), recordar que somos una isla en el Golfo parecida a otras y otros, en cuya normalidad reside nuestra prosperidad y futuro (por oposición a creernos “únicos” y “excepcionales”), y cuya ventaja comparativa radica en la vecindad de un vasto mercado natural, que también es la de una gran potencia hegemónica, condición geopolítica a la que debemos acomodar al máximo nuestras ideas y proyectos.

No tengo espacio en este primer artículo del año para discutir, a la luz de la historia, el grado de validez de todas estas tesis.

Termino apenas anotando, como en un memorándum, algunos puntos para tener en cuenta cuando examinamos esa dimensión clave que es la dinámica hemisférica, regional y global en que nos movemos, con espejuelos históricos.

Como aquella mosca del cuento de Cortázar, que volaba con la cabeza para abajo, la política de EE. UU. ha seguido siendo la misma, mientras el mundo ha cambiado. Eso no sería demasiado grave, tratándose de una mosca de ese tamaño, si no estuviera cabezabajo solo hacia Cuba.

Por otro lado, nunca hemos tenido, ni después ni antes de 1959, una relación tan respetuosa, diversa y dialógica, políticamente hablando, con las diferentes regiones y países, tomados como conjunto.

A pesar del rapto de Argentina y de algunos otros gobiernos de centro-derecha, sigue habiendo más latinoamericanos y caribeños cercanos a Cuba, y algunos entre los mayores, como México, Brasil, Venezuela, Colombia. Más allá de esa ola rosada o como se le llame, la última Cumbre de las Américas reveló en qué medida el alineamiento contra la política de exclusión de EE. UU. alcanzó un punto crítico.

Más allá de esa cercanía, la crisis de confianza en las democracias latinoamericanas también ha alcanzado un clímax inédito. La demanda de Estados capaces de lidiar con la pobreza, la desigualdad, la inflación, pero también con la inseguridad humana, el crimen organizado, las epidemias, los inflados flujos migratorios, las bajas tasas de crecimiento, se multiplican. Los niveles de discrepancia y tensión con el Norte han repuntado y se han extendido entre esos países americanos del Sur, chiquitos y grandes. Los problemas que aquejan a esta Cuba no son exóticos o predeterminados por ideología. Curiosamente, parecen más comunes que los que puede compartir con China y Vietnam.

Finalmente, en los 60-80, nuestros principales socios estaban peleados entre sí; ahora parecen aliados. Esta alianza rediviva, aunque diferente a la de antaño, me hace recordar una encuesta de hace año y pico, con la que quiero terminar esta perorata de año nuevo. Puse en Facebook una pregunta: “Acercarnos a Rusia y China, ¿perjudica un cambio en las relaciones con EE UU.? ¿O lo favorece?”.

Entre las 76 personas que contestaron, casi todas cubanas, repartidas dentro y fuera de la isla, se reiteran tesis que he anotado arriba. En la mayoría de los casos, desbordan la simple pregunta de mi encuesta. Pongo algunas, solo para dar una idea de su colorido.

“Da lo mismo. A EE. UU. eso les importa un bledo”. “Ucrania y sus malas relaciones con China demuestran que las desfavorece”. “De cualquier manera, no habrá conversaciones, por la rudeza y tozudez del Gobierno cubano o la ceguera colectiva de ciertos círculos de poder”. “Igual, nunca habrá acercamiento por la esencia de la política gringa. Así que bienvenidas las relaciones con países fuera del control gringo”. “Na’ que ver”. “USA solo es bloqueo. China y Rusia la esperanza”. “Despertemos del sueño americano. El academicismo nos lleva a la equivocación onírica. Somos como el deep South para EE. UU. Es irreconciliable con nuestra independencia”. “Ese cambio lo exigimos, independientemente de nuestras relaciones con países amigos”. “Ya somos aliados de Rusia y China, y EE. UU. nos considera enemigos. Es un asunto de sobrevivencia”. “No podemos salir de nuestro atolladero económico. Hoy las relaciones nos benefician, como otrora con la URSS. Con Rusia y China deberían influir según sus posturas en la comunidad internacional. Pero por geografía, seguridad y densidad de vínculos, ninguna más importante para Cuba que con EE. UU.”. “El destino de Cuba no puede decidirse en los toilettes del Congreso”. “Es cuestión de sobrevivencia”. “EEUU tiene una política para hacer más obedientes a los millones de cubanos. Tener relaciones con China y Rusia es mejor para ellos [los cubanos]”. “Si fueran inteligentes, los yanquis nos quitarían el bloqueo”. “Qué mal estamos cuando seguimos buscando tetas a las que pegarnos. Mirar hacia dentro, para producir nuestra leche”. “La única solución es levantarse y andar. Si se dan las condiciones, se podrá negociar luego. Primero hay que respirar”. “Mientras tengamos bloqueo, nadie puede pensar que Cuba no debe buscar alternativas”. “A USA le da lo mismo cuando se trata de sus intereses”. “¡¡¡¿Acercarnos?!!!”. “Posiblemente no sea posible responder a esa pregunta en la situación actual del mundo”. “Nunca el cambio ha dependido de Cuba. Lo más acertado es acercarnos más a los amigos”. “La política exterior debe ser mezcla de principios e intereses, la de EE. UU. es puros intereses; la de Cuba, no”. “Cuando alguien tan cercano nos muerde, no podemos dar la espalda a quien nos tira la mano”. “I have difficulties with the question”.

Las que se enfrentan estrictamente a la pregunta, ofrecen argumentos interesantes. “Cuba está en el hemisferio occidental. Área de influencia de Rusia y China está en el Lejano Oriente”. “Depende del área de influencia en que quede Cuba después de concluida la recomposición del actual orden mundial. ¿Podría tener Cuba su fidelidad polar al otro lado del mundo, estando a 90 millas de EE. UU.?”. “[Las relaciones con China y Rusia] favorecen la relación con EE. UU. por equilibrio geopolítico”. “Nos favorece que [los EEUU] vean que no estamos solos”. “Las favorece, porque nos fortalece”. “Sí. Debemos ponerlos nerviosos, quizá incómodos”.

Hay mucho trigo en algunas respuestas más elaboradas, que me gustaría trillar en otro momento. Y muchas más reflexiones que derivan de cómo esta carga de comentarios se alinean en torno a realpolitik, pragmatismo, valores, principios y miradas peculiares sobre la historia, la nuestra, la del mundo de la Guerra fría.

Las pongo entre mis buenos propósitos para 2024.

QOSHE - Nosotros y los americanos - Rafael Hernández
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Nosotros y los americanos

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03.01.2024

Yo vi a los manes de mi generación, a los lares, cantar en ceremonias, alegrarse
cuando Cuba y Fidel y aquel año 60 eran apenas un animal inferior, invertebrado.
Y yo los vi después
cuando Cuba y Fidel y todas esas cosas fueron peso y color
y la fuerza y la belleza necesarias a un mamífero joven.
Yo corría con ellos
y yo los vi correr.
Y el animal fue cercado con aceite, con estacas de pino para que ninguno conociera
su brillante pelaje, su tambor.
Yo estuve con mi alegre ignorancia, mi rabia, mis plumas de colores
en las antiguas fiestas de la hoguera
Cuba sí, yanquis no
Hay un animal noble y hermoso cercado entre ballestas.
En la frontera Sur la guerra ha comenzado.
La peste, el hambre, en la frontera Norte.

El que habla es Antonio Cisneros, uno de los mayores poetas peruanos. Es el año 1968. Cuba era ese animal herido, cercado. Así lo vieron los latinoamericanos de entonces. En ese espejo también nos veíamos nosotros. La solidaridad latinoamericana nos reconfortaba. Pero no disminuía aquel vivir peligrosamente, ni la percepción de amenaza convertida en hábito, en vida cotidiana, que lo impregnaba todo, también la política, la economía, las relaciones sociales, familiares, la moral, la fe.

Como ha señalado nuestro principal filósofo marxista vivo, Jorge Luis Acanda, el socialismo cubano “no se alcanzó uniformando a la sociedad, ni convirtiéndola en un bloque monolítico y monocorde (cosa por demás imposible), sino sentando, en aquellos años, los fundamentos de una sociedad civil más plural, precisamente por ser más inclusiva que la precedente”. Para hacerlo, tuvo que defenderse en una guerra de verdad, y barrer a sus enemigos, los que se oponían a ese proyecto nacional desde la época de Martí ―sacarocracia, burguesía importadora, lumpen, instituciones armadas―, y enfrentarse a la potencia hegemónica con que estaban aliados desde mucho antes. Aquella guerra no cesó, como algunos imaginan, cuando los alzados contra la Revolución fueron derrotados.

Ese camino tuvo que recorrerlo a solas porque, mientras aquellos poderes formidables le hicieron la guerra incesante desde su primera infancia y lograron cercarlo, como dice Cisneros, sus únicos aliados, el bloque soviético y China, que no compartían aquel proyecto de socialismo a la cubana, intentaron subordinarlo a su manera.

No es extraño, pues, que en aquel entorno borrascoso, aislado y atrapado en una ecuación geopolítica que lo rebasaba, el proyecto político fuera transformándose forzosamente, en la misma medida en que su sobrevivencia convirtiera la seguridad nacional en la principal variable.

Esa lógica dictó medidas radicales, como el traslado masivo de las familias de los alzados y colaboradores a pueblos en Pinar del Río y Camagüey, un servicio militar especial para quienes no eran confiables en el manejo de “la nueva técnica” de armamentos venida de la URSS (desafectos, religiosos, homosexuales), la nacionalización masiva de 58 mil pequeños negocios alegando “ilegalidad, baja integración de los propietarios a la Revolución, condiciones de vida antisocial, sucios negocios, robo y soborno”.

Como ocurre a menudo con la razón política, esas medidas se justificaban ideológicamente: “Si de algo se puede reprochar a esta Revolución no es ni mucho menos de haber sido extremista sino en todo caso de no haber sido lo suficientemente radical. Y no debemos perder oportunidad ni dejar pasar la hora ni el momento de radicalizar cada vez más a esta Revolución”. (FC, 13 de marzo, 1968).

Juzgar aquellas políticas como excesivas o erróneas, vistas desde hoy, no obsta para entender que ninguna fue causa sino consecuencia de una situación creada por el conflicto. Y explicarlas sin tomar en cuenta la circunstancia de atrincheramiento, percepción de amenaza, preeminencia de la seguridad e instinto de conservación, carece de sentido histórico.

¿A qué viene recordar todo esto, tantos años después? Pues porque al hablar de los orígenes de nuestros males actuales, muchos parecen ignorar ese pasado, o haberlo olvidado. Como si la neblina del ayer se enrojeciera a medida que lo narrado se vuelve remoto, a la manera de esos cuerpos celestes que se alejan cada vez más rápidamente de nuestra galaxia, y por eso su luz nos llega en la longitud de onda del rojo, que lo nubla todo.

¿Cómo nos sirve esa historia, no solo para entender los orígenes de........

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