febrero 11, 2024febrero 10, 2024 Alberto Núñez Feijóo y Alfonso Rueda, durante un mitin del PP en Lalín. / Lavandeira Jr. (EFE)

Llevo casi 25 viviendo en Madrid y no me acostumbro al pulpo a la vinagreta ni a vivir mis elecciones galegas desde tan sideral distancia. Cuando trabajaba allí, generalmente mis jefes me enviaban por los pueblos de Ourense y Lugo a reportajear cómo los caciques del PP iban de casa en casa recogiendo ancianos y poniéndoles la papeleta en la boca antes de llevarlos a votar en coche, microbús y hasta tractor con carro si hacía bueno.

En una villa de cuyo nombre no quiero acordarme llegué incluso a observar cómo un tío de aspecto robustamente ganadero obligaba a levantarse a un grupo de yonquis que alucinaba en una escalerilla; no me atreví a preguntarles de dónde les había salido esa repentina energía democrática para correr todos al colegio electoral; tampoco mis jefes me hubieran dejado publicarlo nunca.

Los días electorales, aparecían como de la nada batallones de decenas de monjas que no formaban parte del paisaje habitual; ¿de dónde salía tanta monja gallega de repente?

Personas de evidente dependencia psiquiátrica eran acompañadas y tratadas como seres humanos solo por un día, con lo cual iban felicísimas a votar, y extrañamente perfumadas y elegantes con ropa que no parecía suya. Ni siquiera llovía. La Galicia rural se convertía por doce horas en un universo extraño los días de jornada electoral. Una mezcla entre Macondo y Comala. Pero con ese encanto especial que tienen los prodigios no escritos.

El entusiasmo democrático del gallego era tan efervescente que, en América, muchos emigrantes fallecidos se levantaban de sus tumbas para votar a Fraga. La fiesta de la democracia gallega no distinguía entre vivos y muertos, y solo faltaba el voto al PP de la Santa Compaña, pero a las horas en que deambulan no hay nunca urnas abiertas. Alfonso Rueda se lo pierde, porque esta vez igual los necesita.

Eran días de gran emoción. A veces, cuando estabas haciendo tu trabajo, entrevistando gente por las plazas y esas cosas, un grupo de hombres que parecía conversar nerviosamente a las puertas del colegio electoral se acercaba a los periodistas, y por alguna razón te hacían entender que les incomodaba nuestra presencia. Recuerdo con emotiva nostalgia atlética cómo, más de una vez, tuve que salir corriendo hacia el coche y huir precipitadamente junto a mi colega fotógrafo X. M. Albán, a quien le encantaba hacer el Chaplin delante del caciquismo posfascista y no paraba de reírse. He de reconocer que aquellas carreras las ganábamos siempre porque nos daban ventaja. Los que nos perseguían, nobles deportistas, cargaban con pesados garrotes para otorgarnos una oportunidad.

Supongo que estas bucólicas historias ya están sepultadas bajo el sedimento implacable del reloj de arena, y que con tanta tecnología ya ni siquiera dejan votar a los gallegos muertos. Eso es no entender a Galiza, nin a Ánxel Fole.

Desde la lejanía, estudio las encuestas con soporífero escepticismo. La idea de un presidente como Alfonso Rueda durante cuatro años me obliga al bostezo. Hasta ahora, los gallegos siempre hemos elegido a nuestros presidentes de derechas por su gran arraigo a la tierra, a nuestra economía básica, a nuestras rarezas alucinógenas y a nuestra cultura.

Xerardo Fernández Albor, nuestro primer presidente autonómico, había sido aviador en la Luftwaffe de Hitler, trayéndose a Galicia varias medallas por los servicios prestados a los nazis. Eso sí que es emigrar. Manuel Fraga parecía el hijo flamígero de una meiga, un huevo de Franco y un trasno, con lo cual ya está dicho todo. Alberto Núñez Feijóo forjó su leyenda mágica enrolado en el barco de un narcotraficante, apoyando implícitamente uno de los grandes motores de la economía gallega: el romántico contrabandismo. Todos fueron admirables, por eso malicio que este candidato nuevo no está a la altura. Rueda no puede siquiera presumir de corrupto. Es tan soso este hombre que parece hasta melancólicamente honrado. Y eso en la Galicia popular está muy mal visto. Con razón.

La izquierda de allí también irá a votar tremendamente morriñenta. Ni siquiera hay división de la izquierda, con lo que nos gusta. Apenas un par de dentelladas cachorras desde Sumar y Podemos al arraigado proyecto del BNG. Ni cuquis ni mohicanos conseguirán representación, se respira en el ambiente, pero quizá sus colmillitos desangren un par de escaños que se dirimirán por un puñado de votos. Un par de escaños de los que depende la funambulista posibilidad de que gobierne el Bloque.

Uno comprende que los morados y los rosas no se podían permitir el lujo de no acudir a las gallegas. Sería reconocer síntomas de agonía. No se les puede reprochar nada. Pero cuántos gallegos que anhelan el cambio los echarán de más este 18-F. Galiza ano zero. Quen puidera namorala.

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febrero 11, 2024febrero 10, 2024 Alberto Núñez Feijóo y Alfonso Rueda, durante un mitin del PP en Lalín. / Lavandeira Jr. (EFE)

Llevo casi 25 viviendo en Madrid y no me acostumbro al pulpo a la vinagreta ni a vivir mis elecciones galegas desde tan sideral distancia. Cuando trabajaba allí, generalmente mis jefes me enviaban por los pueblos de Ourense y Lugo a reportajear cómo los caciques del PP iban de casa en casa recogiendo ancianos y poniéndoles la papeleta en la boca antes de llevarlos a votar en coche, microbús y hasta tractor con carro si hacía bueno.

En una villa de cuyo nombre no quiero acordarme llegué incluso a observar cómo un tío de aspecto robustamente ganadero obligaba a levantarse a un grupo de yonquis que alucinaba en una escalerilla; no me atreví a preguntarles de dónde les había salido esa repentina energía democrática para correr todos al colegio electoral; tampoco mis jefes me hubieran dejado publicarlo nunca.

Los días electorales, aparecían como de la nada batallones de decenas de monjas que no formaban parte del paisaje habitual; ¿de dónde salía tanta monja gallega de repente?

Personas de evidente dependencia psiquiátrica eran acompañadas y tratadas como seres humanos solo por un día, con lo cual iban felicísimas a votar, y extrañamente perfumadas y elegantes con ropa que no parecía suya. Ni siquiera llovía. La Galicia rural se convertía por doce horas en un universo extraño los días de........

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