11/03/2024 El río Guadalquivir.- Pixabay.

Faltan algunas horas para entregar este artículo. El margen es estrecho. No se puede postponer la fecha límite y la opción de no enviarlo se descarta sola. Hay veces que los temas llegan producto de una pregunta, de la angustia vital o, al contrario, de una respuesta social que requiere explicación; sin embargo, hoy "el tema" no aparece y yo, freelance que suele acumular abundantes opiniones, respiro en blanco, tranquila, pero con una pantalla vacía detrás de la frente que me asegura: no tienes nada que hacer, acuéstate ya, mientras bebo un café cargado en busca de sustento e indago en qué ha podido ocurrir: ¿la pérdida de la creatividad?

No; ha sucedido que en los últimos meses he realizado un esfuerzo consciente por viajar, en la imaginación, a la postguerra española, terreno donde se desarrolla la novela que todavía habito (últimos coletazos) y, por el camino, me ha entrado JOMO (Joy of missing out), la alegría de perderse cosas, diametralmente opuesta al FOMO (Fear of missing out), el miedo a no estar en todo.

Perderse del mundo acelerado en constante cabreo político, polarización digital o incomunicación en persona, al borde de una posible tercera guerra mundial, en medio de una catástrofe ecológica; repudiar la última nadería de Ayuso, descansar los ojos, apagar el receptor cerebral de la inmediatez... Todo ello representa la vuelta a un lugar mejor, inestable en cuanto construido con los precarios aperos de la individualidad –yo cierro la puerta, pero afuera sigue desatándose un repique de conflictos–, aunque momentáneamente un alivio.

En los últimos tiempos, he engordado tres kilos porque ya no sufro ansiedad, y he recuperado una sensibilidad olvidada que afecta a mi manera de contemplar el cambio de estación hacia la primavera: los pájaros, por ejemplo, me parece que pían más al encontrarse en plena época reproductiva; en mi barrio los naranjos han comenzado a florecer y las pequeñas cápsulas de azahar emiten un olor tímido que pronto explotará en una fiesta sensorial azuzada asimismo por el incienso de Semana Santa. Cuando salgo a pasear por el Guadalquivir a la hora del crepúsculo, me fijo en cómo el último sol azafrana los cielos y se mezcla con el azulón nocturno incipiente. Hay algo de felicidad sencilla en esas caminatas que, finalmente, desembocan en la arcilla cadavérica que es la novela, alfarería de muertos.

No hacer nada, pero siendo lo contrario a lo que se espera de nosotras, o simplemente siendo me parece uno de los pocos actos subversivos disponibles para que el tiempo no nos engulla visceralmente en su motor frenético y el sosiego –no hablo de placer– nos visite. ¿Alguien recuerda qué era el sosiego, la plenitud, la serenidad sin más aspiración que llegar viva a mañana? Conforme esos términos se volatilizan fruto de la picadora de la historia, pienso en el filósofo Byung-Chul Han y su reivindicación de la vida contemplativa, o en el ensayo de la artista Jenny Odell: Cómo no hacer nada: resistirse a la economía de la atención (2021), el cual se ha convertido en bestseller probablemente debido a su invocación de un deseo colectivo: escapar de la rueda productiva, aquélla que genera dinero pero también la que contiene dentro: los cuidados obligados que caen sobre los mismos hombros, la culpa sobrevenida cuando, al querer parar, nos invaden pensamientos reprobatorios: debería estar haciendo algo, la eficacia, el multitasking, sacando al perro... Cualquier cosa que justifique, en código neoliberal, nuestra presencia en el planeta.

En mitad de la marabunta del producir(nos) aunque sea un tuit, una story que evite la bajada de seguidores y, especialmente entre quienes nos dedicamos con ese entusiasmo tan punzante narrado por Remedios Zafra a los oficios creativos, la aclamada desconexión tiene lugar en ocasiones como forma de cargar las pilas para rendir más después, acogiéndonos –sin saberlo– a esa expresión tan común en Estados Unidos: me voy a echar una power nap, la siesta, como el tentempié de los Sims, que actúa como relleno célere de la barra verde de energía, a pesar de que ésta descienda en picado minutos más tarde del despertar. Un día la tristeza atraviesa los caminos físicos que no hemos podido recorrer y clausura los mentales a base de agotamiento crónico y falta de sueño (en adultos, en menores) mientras la vigilancia del teléfono nos arroja a la cara estadísticas imposibles: el tiempo de uso, superior al del deporte o el ocio con amigos, una montaña comparada con el granito arenoso de lectura, pero ligeramente inferior al del empleo.

Dicen que los jóvenes ya no creen en el trabajo y que, al otro lado del Atlántico, en el territorio comandado por Biden, las personas renuncian en masa a su ejercicio laboral o cometen una "dimisión silenciosa" consistente en cumplir mínimamente con lo estipulado en el contrato, pero sin comprometer una pizca del reloj personal: esa ambición tan atávica de ser humanos en vez de maquinaria útil a las élites. Dicen renombrados expertos que lo humano complementa al término "capital", o directamente nos tachan de "recursos humanos" cuando dejamos de ser esto último. ¡Qué galimatías! Dice un estudio muy prestigioso que a los trabajadores más leales la empresa no les recompensa la fidelidad, sino que, irónicamente, los explota más. También dicen pensadores como David Graeber o Virginia Mendoza –no casualmente, ambos antropólogos– que, antiguamente, las sociedades se organizaban en torno a los ritmos de la naturaleza, deslomándose bastante menos; por lo tanto, este cansancio tumultuoso y ubicuo es reversible. Por eso yo partía de una cabeza despoblada de ideas y ha acabado por aparecer el tema que problematiza mi sosiego; yo, freelance; nosotros, currantes; la vida que podría desmigarse al compás de una calma heroica, ésa sí, sembrada en los surcos de nuestros cuerpos juntos, como las aves en bandada. Confieso: no quiero hacer nada más que regresar a la orilla del Guadalquivir, al arte, y a los afectos que me salvan.

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11/03/2024 El río Guadalquivir.- Pixabay.

Faltan algunas horas para entregar este artículo. El margen es estrecho. No se puede postponer la fecha límite y la opción de no enviarlo se descarta sola. Hay veces que los temas llegan producto de una pregunta, de la angustia vital o, al contrario, de una respuesta social que requiere explicación; sin embargo, hoy "el tema" no aparece y yo, freelance que suele acumular abundantes opiniones, respiro en blanco, tranquila, pero con una pantalla vacía detrás de la frente que me asegura: no tienes nada que hacer, acuéstate ya, mientras bebo un café cargado en busca de sustento e indago en qué ha podido ocurrir: ¿la pérdida de la creatividad?

No; ha sucedido que en los últimos meses he realizado un esfuerzo consciente por viajar, en la imaginación, a la postguerra española, terreno donde se desarrolla la novela que todavía habito (últimos coletazos) y, por el camino, me ha entrado JOMO (Joy of missing out), la alegría de perderse cosas, diametralmente opuesta al FOMO (Fear of missing out), el miedo a no estar en todo.

Perderse del mundo acelerado en constante cabreo político, polarización digital o incomunicación en persona, al borde de una posible tercera guerra mundial, en medio de una catástrofe ecológica; repudiar la última nadería de Ayuso, descansar los ojos, apagar el receptor cerebral de la inmediatez... Todo ello representa la vuelta a un lugar mejor, inestable en cuanto construido con los precarios aperos de la individualidad –yo cierro la puerta, pero afuera sigue desatándose un repique de conflictos–, aunque momentáneamente un alivio.

En los últimos tiempos, he engordado tres kilos porque ya no sufro ansiedad, y he........

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