abril 26, 2024abril 25, 2024

Es difícil resolver si los cuecehabas de Masterchef son cocineros de fusión o jueces a la española. Al primer golpe de vista, el formato del programa no permite dilucidar si serán tres comediantes haciendo de malvados gilipollas o si los tres ya vienen hechos de fábrica. A Larry Hagman, llevara o no sombrero tejano, la gente lo confundía en la calle con Jota Erre (el villano por antonomasia de Dallas) y le empezaba a soltar barbaridades, como si el personaje de la telenovela hubiese traspasado la pantalla. Sus familiares, amigos y compañeros de reparto decían que era un hombre bueno y generoso, quizá demasiado aficionado a la botella, pero el sombrero de Jota Erre pesaba mucho más que el pobre Hagman. A lo mejor no acabamos de ver la diferencia entre el triunvirato cebollero de Masterchef y sus homólogos en el mundo real, más que nada porque también son homónimos.

El problema de los realities es que los venden como documentales cuando cualquiera con dos dedos de frente sabe que son películas caseras, igual que cuando mi padre agarraba el tomavistas y nos decía a mi hermano y a mí que nos pusiéramos a jugar en los columpios. Con tres y cinco años respectivamente, y aun sin tener la menor idea de actuación, estábamos actuando, puesto que sabíamos que ahí enfrente, en las manos de mi padre, había una cámara. Ese conocimiento anulaba cualquier naturalidad, cualquier gesto espontáneo. Gran Hermano no es un experimento sociológico sino un zoológico humano con varios aspirantes a verdugos y víctimas improvisando una interminable obra de teleteatro.

La ventaja de estos realities es que el guion puede escribirse en una servilleta y que el precio sale mucho más caro que una película o una teleserie, con lo que acaban dando de comer a un montón de tipos sin más talento que el de ganar dinero. Por ejemplo, un episodio de Masterchef ronda los 650.000 euros (que pagamos los españoles a tocateja), unas siete veces lo que cuesta cada programa de La resistencia. Cómo es posible que más de medio millón de euros se vayan limpios en un decorado de puticlub tailandés, un concepto sacado de una apuesta entre borrachos y un jurado dedicado a maltratar concursantes y calificar gazpachos, es algo que escapa por completo a mi comprensión. Yo trabajé algún tiempo de guionista en Al filo de lo imposible, donde, por un presupuesto mucho más ajustado, mostrábamos al público la cumbre del Everest o los pecios sumergidos de Scapa Flow, no cómo martirizar a un calamar después de muerto o deshonrar una paella.

Por lo visto, la gente anda escandalizada por el trato concedido a una mujer que, en un gesto de dignidad, decidió marcharse de la competición, harta de los abusos verbales y las gilipolleces que tenía que aguantar cada noche. Tal vez no acabamos de entender que Masterchef es una maqueta a escala de ese capitalismo atroz que no quiere trabajadores sino esclavos. O tal vez hemos entendido demasiado bien que ese mundo de humillación y servilismo es el único posible. En la misma televisión pública que anuncia a bombo y platillo una entrevista a Federico Jiménez Losantos, un periodista de bajura especializado en la bronca y el escarnio. Masterchef es el símbolo perfecto de nuestra renuncia y nuestra desidia, de que hace tiempo que aceptamos en nuestra vida a cocineros de mierda, periodistas de mierda, poetas de mierda, músicos de mierda, políticos de mierda, abogados de mierda y jueces de mierda. No sólo los aceptamos, sino que los hemos aupado hasta la cima de sus respectivas profesiones y encima les pagamos una fortuna.

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Cocineros 'manos limpias'

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26.04.2024

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Es difícil resolver si los cuecehabas de Masterchef son cocineros de fusión o jueces a la española. Al primer golpe de vista, el formato del programa no permite dilucidar si serán tres comediantes haciendo de malvados gilipollas o si los tres ya vienen hechos de fábrica. A Larry Hagman, llevara o no sombrero tejano, la gente lo confundía en la calle con Jota Erre (el villano por antonomasia de Dallas) y le empezaba a soltar barbaridades, como si el personaje de la telenovela hubiese traspasado la pantalla. Sus familiares, amigos y compañeros de reparto decían que era un hombre bueno y generoso, quizá demasiado aficionado a la botella, pero el sombrero de Jota Erre pesaba mucho más que el pobre Hagman. A lo mejor no acabamos de ver la diferencia entre el triunvirato cebollero de Masterchef y sus homólogos en el mundo real, más que nada porque también son homónimos.

El problema de los realities es que los venden como documentales cuando cualquiera con dos dedos de frente sabe que son películas caseras, igual que cuando mi padre........

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