06/12/202306/12/2023 Un agente de Policía de Nueva Delhi bosteza durante el ensayo del desfile del día de la República.- EP

Lo he visto en las páginas de El País. Está parado en la acera de una gélida calle de Oslo con las manos hundidas en los bolsillos del gabán y un gesto de severidad en el rostro. El próximo domingo recogerá el Premio Nobel de Literatura pero su presencia en Estocolmo se limitará a la lectura de un discurso desde el atril de la Sala de Conciertos. Ni banquetes de postín, ni baños de flashes en la sala de prensa. A Jon Fosse no le entusiasman las luces públicas y se deshace de los compromisos indeseados sin necesidad de interponer grandes pretextos. Los periodistas lo persiguen con tan poca fortuna que sus palabras han terminado por volverse una preciada recompensa.

Sin embargo, por un azar insospechado, Sergio C. Fanjul ha conseguido concertar una entrevista en la cafetería Kaffistova de Oslo, de modo que sobre la mesa van rodando los temas más dispares, la literatura, la música, García Lorca, el azote del alcohol, la guerra de Ucrania. "Prefiero vivir de la manera más aburrida posible", dice Jon Fosse con una convicción lapidaria que inmediatamente se convierte en titular. Quizá esa sea la receta para escribir tanto y con tan buena acogida: una vida discreta sin entrevistas ni alharacas. Ha muerto el mito romántico del poeta maldito que aquilata su biografía con viajes trasoceánicos, amores tormentosos y agonías venéreas.

En el bisbiseo de las redes sociales, las palabras de Fosse se entremezclan con retazos de actualidad, la escabechina de Gaza, los fastos de la Constitución, el desencuentro entre Sumar y Podemos. Anda el gallinero revuelto porque España ha obtenido los peores resultados de su historia en el informe PISA y los alumnos de ESO pierden destrezas en el ámbito de las matemáticas y la comprensión lectora. Hay quien se consuela con la comprobación de que la crisis pedagógica es global y de dimensiones pavorosas, de modo que esta vez no hay reforma educativa a la que culpar ni ministros a los que crucificar. Algo ha fallado a lo largo y ancho de todo el planeta.

Busco algún recorte de prensa que aclare por qué se ha resentido tanto el desempeño educativo y todos señalan con cierto consenso a la pandemia, o mejor dicho, al aplazamiento por fuerza mayor de las clases presenciales. Es curioso que en medio de la eclosión cibernética, en el pico más alto de la inteligencia artificial y el teletrabajo, los indicadores de rendimiento escolar añoren la eficacia del cara a cara, el bullicio de las aulas, los pupitres y la pizarra. He impartido alguna lección por vía remota y he sido también alumno en plataformas de enseñanza a distancia. Las ventajas son incontestables pero siempre me queda una extraña sensación de impersonalidad y evanescencia.

Supongo que en el fondo del atolladero subyacen nuestros hábitos digitales. Las multinacionales tecnológicas, hijas de Silicon Valley, han auspiciado un modelo de negocio basado en los ingresos publicitarios y en la subasta al por mayor de nuestro tiempo de vida. Lo que hacen Facebook, Twitter, WhatsApp o TikTok no es tanto suministrar información relevante como secuestrar nuestra atención con un flujo ininterrumpido de novedades estridentes y poco nutritivas. Igual que los ratones de los experimentos conductistas, nuestro cerebro adopta conductas zombis como el scrolling, el dedo que se desliza compulsivamente sobre la pantalla en pos de no se sabe muy bien qué.

No hay nada más fácil que culpar a las nuevas generaciones de haberse enganchado a la heroína de las maquinitas. ¿Pero quién no se ha visto alguna vez con un navegador colapsado de pestañas abiertas, saltando a la deriva de una entrada de Wikipedia a un vídeo de YouTube y sin recordar muy bien qué demontres estaba consultando? ¿Quién no se ha creído alguna vez un shaolín de la multitarea trasteando con el teléfono móvil a la vez que ve la televisión y conversa con un pariente? Nos alejamos un instante de nuestros aparatos electrónicos y de pronto nos asalta una soledad sin nombre, una necesidad imperiosa de husmear en los servicios de mensajería, ojear los titulares, aliviar nuestro vacío.

La obligación social de vivir hiperconectados, siempre pendientes de las urgencias ajenas, ha hecho del aburrimiento un tabú infranqueable, una reliquia poco apetitosa del pasado, de aquellos tiempos en que todo sucedía más despacio y no llevábamos una máquina tragaperras adherida a los bolsillos. Cuenta la escritora Najat El Hachmi que se aburrió mucho en su infancia. Yo también recuerdo una niñez con largas tardes de no saber dónde echar la cabeza, entretenido de mala gana con juegos rudimentarios y sin más diversión que un papel y una caja de pinturas. No pretendo idealizar pasados poco ideales, sino comprender en qué momento empezaron a acorralarnos los estímulos.

Dice Walter Benjamin que las narraciones germinan en el campo fértil del aburrimiento. El arte de contarnos historias y crear comunidad no prospera bajo las condiciones inhóspitas de la hiperconexión sino en la distensión de la escucha atenta. El aburrimiento es una forma de relajación espiritual que nos permite retener las historias que nos cuentan para seguir contándolas nosotros mismos. Donde impera el ruido, los relatos pasan a toda velocidad y resbalan sin dejar su impronta en el alma. Cada mañana, dice Benjamin, los periódicos nos instruyen con las novedades del mundo y aún así somos pobres en historias memorables.

Benjamin escribe en 1936 pero define con clarividencia los síntomas más recientes del capitalismo tardío. Bajo el eufemismo de la flexibilidad, las herramientas digitales fomentan la disponibilidad absoluta de los trabajadores y el ámbito empresarial se inmiscuye sin clemencia en los espacios más recónditos de nuestra vida privada. Las corporaciones asedian nuestra mente. La publicidad y la propaganda colonizan nuestra memoria. Cada vez es más difícil acceder durante unos minutos al lujo de la vida contemplativa sin que aparezca en el horizonte la tiranía del consumo, la esclavitud del salario, el tintineo de las monedas en el zurrón de los mercaderes.

"Francia se aburre", decía Pierre Viensson-Ponté en Le Monde para explicar el fermento de abulia y conformismo frente al que iba a nacer el mayo del 68. Aunque parezca paradójico, ese mismo aburrimiento terminó inspirando una cierta ansia de cambio social. Tal vez porque una sociedad permanentemente entretenida cuenta con poco espacio para la imaginación. Hoy, en un mundo que premia la espectacularidad y fomenta el rendimiento sin pausa, el aburrimiento presenta los atributos más lujosos de la desconexión y del descanso. En esta guerra invisible, en esta invasión silenciosa, el derecho a aburrirse sin remordimientos es ya una de nuestras últimas trincheras.

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Elogio del aburrimiento

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06.12.2023

06/12/202306/12/2023 Un agente de Policía de Nueva Delhi bosteza durante el ensayo del desfile del día de la República.- EP

Lo he visto en las páginas de El País. Está parado en la acera de una gélida calle de Oslo con las manos hundidas en los bolsillos del gabán y un gesto de severidad en el rostro. El próximo domingo recogerá el Premio Nobel de Literatura pero su presencia en Estocolmo se limitará a la lectura de un discurso desde el atril de la Sala de Conciertos. Ni banquetes de postín, ni baños de flashes en la sala de prensa. A Jon Fosse no le entusiasman las luces públicas y se deshace de los compromisos indeseados sin necesidad de interponer grandes pretextos. Los periodistas lo persiguen con tan poca fortuna que sus palabras han terminado por volverse una preciada recompensa.

Sin embargo, por un azar insospechado, Sergio C. Fanjul ha conseguido concertar una entrevista en la cafetería Kaffistova de Oslo, de modo que sobre la mesa van rodando los temas más dispares, la literatura, la música, García Lorca, el azote del alcohol, la guerra de Ucrania. "Prefiero vivir de la manera más aburrida posible", dice Jon Fosse con una convicción lapidaria que inmediatamente se convierte en titular. Quizá esa sea la receta para escribir tanto y con tan buena acogida: una vida discreta sin entrevistas ni alharacas. Ha muerto el mito romántico del poeta maldito que aquilata su biografía con viajes trasoceánicos, amores tormentosos y agonías venéreas.

En el bisbiseo de las redes sociales, las palabras de Fosse se entremezclan con retazos de actualidad, la escabechina de Gaza, los fastos de la Constitución, el desencuentro entre Sumar y Podemos. Anda el gallinero revuelto porque España ha obtenido los peores resultados de su historia en el informe PISA y los alumnos de ESO pierden destrezas en el ámbito de las matemáticas y la comprensión........

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