21/12/202320/12/2023 La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787).

El tipo se llamaba Aristófanes. No era el único comediógrafo de la Grecia antigua pero sus palabras han llegado a nuestros días mientras que las obras de sus contemporáneos se perdieron en el ajetreo de los siglos. Para ejercer con propiedad el oficio de la risa, el buen dramaturgo iba por las calles de Atenas al encuentro de personajes propensos a la sátira y el chiste, pues no había nada que divirtiera más al público que el desahogo mordaz contra los vicios sociales. Aristófanes, armado de nostalgias conservadoras, no dejó títere con cabeza y aprovechó los anfiteatros para saldar cuentas personales con sus adversarios.

En aquel tiempo, un anciano preguntón llamado Sócrates pululaba por las plazas dispuesto a enzarzarse en pelea filosófica con cualquiera que tuviera el valor de soportar sus controversias. Los jóvenes disfrutaban con las batallas de gallos y los no tan jóvenes se llevaban las manos a la cabeza porque las enseñanzas de Sócrates tenían algo de irreverencia o de herejía. Tampoco a Aristófanes le gustaban los bichos raros, de modo que escribió una comedia titulada Las nubes con el propósito de ridiculizar las nuevas técnicas retóricas. En una moraleja cruel, el protagonista de la obra termina pegando fuego a la escuela de Sócrates.

Sócrates tenía tantos y tan furiosos enemigos, que no tardó en verse frente al tribunal de los Quinientos con la improbable acusación de haber corrompido a la juventud y haber deshonrado a los dioses. Sus acusadores tal vez no tuvieran otro propósito que expulsarlo al exilio, quitárselo de encima para que dejara de sublevar a la chavalada con sus majaderías. Sócrates, sin embargo, forzó una condena a muerte solo por el gusto de dejar una última lección moral a sus alumnos. Su alegato es terminante: el proceso penal es el resultado de un clima hostil creado en su contra con imputaciones falsas de las que no ha podido defenderse. Se refiere, entre otros, a Aristófanes.

La semana pasada, cuando se conoció el archivo del caso Neurona contra Podemos, Risto Mejide emitió la noticia desde los platós de Todo es mentira con una retractación tan solemne como dudosa: "Nos hemos equivocado todos". La trampa se esconde debajo de ese todos, que disimula la responsabilidad particular bajo el cómodo manto de la culpa colectiva. Mal de muchos, consuelo de tontos. El problema, claro está, es que no existe ningún todos salvo que uno restrinja su campo de visión a los estrechos dominios de la prensa conservadora. Basta un par de clics para encontrar informaciones que explican desde el primer minuto por qué el caso Neurona apesta a chamusquina.

Mientras la prensa libre ejercía su derecho a dudar de las incriminaciones, Todo es mentira se despachaba a gusto con gracietas de saldo y en un clima de suficiencia y cachondeo que ha quedado para la posteridad en los archivos de la infamia. Una retractación solo es eficaz y sincera cuando sirve para restaurar el honor de los difamados y no para aliviar la conciencia de los difamadores. Hubo un tiempo en que los periódicos corregían sus deslices informativos en una breve sección de fe de errores. En tiempos de fake news, cloacas mediáticas y calumnias subvencionadas, el periodismo oficial suscita cada vez menos fe porque se regodea cada vez más en sus errores.

Algunos jueces andan soliviantados porque el acuerdo entre PSOE y Junts señala el fantasma del lawfare. Hay quien sostiene la disparatada hipótesis de que ciertos sectores de la judicatura abusan de la autoridad de sus togas con una inclinación partidista. Algunas mentes sucias desconfían porque el exportavoz del PP en el Senado, Ignacio Cosidó, prometió a sus conmilitones controlar la Sala Segunda del Supremo "desde detrás". Otros fruncen el ceño cuando conocen los pormenores de la cacería de Vicente Ríos y Vox contra Mónica Oltra. Y otros recuerdan a Carmen Lamela asumiendo una falsa denuncia de terrorismo contra los jóvenes de Altsasu.

El otro día, en las páginas de Público, David Fernàndez añadía una nota providencial a la idea del lawfare. A veces, dice el exdiputado de la CUP, no es que la Guardia Civil actúe al servicio de determinados jueces sino que determinados jueces actúan al servicio de la Guardia Civil. Un buen ejemplo de este exceso fue el cierre por las bravas del diario Egunkaria. Fernàndez sabe de qué habla porque su teléfono fue intervenido con los mismos artificios y bajo una delirante sospecha de terrorismo. Pero el lawfare dispone además de un apéndice mediático que allana el camino del abuso creando un ambiente de titulares justificativos contra cualquier forma de disidencia.

Según el profesor Orde Kittrie, el lawfare es la ley entendida como arma de guerra. Y según una vieja máxima de Carl von Clausewitz, la guerra es la continuación de la política por otros medios. Por una simple regla de tres, es fácil concluir que buena parte de nuestro hábitat mediático se ha convertido en una gigantesca fábrica de propaganda bélica y ya no importa tanto el rigor o la verdad como el afán por encauzar a los gobiernos a costa de arruinar reputaciones. Y en el fragor del combate, algunos salen a la carga con un rudimentario ciclostil que a duras penas aguanta el tipo frente al vendaval arrollador de los dueños de todas las imprentas.

Para que Sócrates compareciera ante el tribunal de los Quinientos, hubo que urdir difamaciones, cebar los mentideros con el alpiste de los rumores insensatos, generar una atmósfera de inculpaciones sin fundamento, a veces bajo el pretexto de la humorada y el carcajeo. Cuando Sócrates se quitó de en medio bebiendo un buen chupito de cicuta, cuando la ciudad de Atenas se libró para siempre de aquel sabio con vocación de mosca cojonera, los miembros del jurado tuvieron tiempo para admitir su tropelía. Hubiera bastado una brevísima fe de errores, un lacónico y fugaz pliego de descargo. Qué se le va a hacer, al fin y al cabo nos hemos equivocado todos.

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21/12/202320/12/2023 La muerte de Sócrates, por Jacques-Louis David (1787).

El tipo se llamaba Aristófanes. No era el único comediógrafo de la Grecia antigua pero sus palabras han llegado a nuestros días mientras que las obras de sus contemporáneos se perdieron en el ajetreo de los siglos. Para ejercer con propiedad el oficio de la risa, el buen dramaturgo iba por las calles de Atenas al encuentro de personajes propensos a la sátira y el chiste, pues no había nada que divirtiera más al público que el desahogo mordaz contra los vicios sociales. Aristófanes, armado de nostalgias conservadoras, no dejó títere con cabeza y aprovechó los anfiteatros para saldar cuentas personales con sus adversarios.

En aquel tiempo, un anciano preguntón llamado Sócrates pululaba por las plazas dispuesto a enzarzarse en pelea filosófica con cualquiera que tuviera el valor de soportar sus controversias. Los jóvenes disfrutaban con las batallas de gallos y los no tan jóvenes se llevaban las manos a la cabeza porque las enseñanzas de Sócrates tenían algo de irreverencia o de herejía. Tampoco a Aristófanes le gustaban los bichos raros, de modo que escribió una comedia titulada Las nubes con el propósito de ridiculizar las nuevas técnicas retóricas. En una moraleja cruel, el protagonista de la obra termina pegando fuego a la escuela de Sócrates.

Sócrates tenía tantos y tan furiosos enemigos, que no tardó en verse frente al tribunal de los Quinientos con la improbable acusación de haber corrompido a la juventud y haber deshonrado a los dioses. Sus acusadores tal vez no tuvieran otro propósito que expulsarlo al exilio, quitárselo de encima para que dejara de sublevar a la chavalada con sus majaderías. Sócrates, sin........

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