15/02/202415/02/2024

En 2011, el autor y empresario Rolf Dobelli dio a la imprenta un ensayo difundido en castellano bajo el título de El arte de pensar. Es una colección de columnas de prensa, breves destellos de reflexión sobre las malas pasadas que nos juega el cerebro. 52 errores de lógica, dice el subtítulo. En el índice encontramos un menú que oscila entre la psicología divulgativa, la filosofía práctica y la autoayuda. En fin, un combinado jugoso y de digestión rápida que se instaló en todo lo alto de las clasificaciones de ventas. ¿Qué es el efecto halo? ¿Y la adaptación hedónica? ¿Cómo se genera la apariencia del consenso? ¿Por qué creemos en los falsos profetas? El libro te lo resume.

El caso es que Dobelli consolidó su renombre. Lo entrevistaban. Lo invitaban a impartir ponencias en institutos de liderazgo y escuelas de MBA. Allá por 2013, el diario The Guardian lo llamó para que promocionara su obra frente a medio centenar de periodistas. Pero el evento dio un volantazo. El redactor jefe del periódico, Alan Rusbridger, hizo las presentaciones y le pidió al conferenciante que hablara sobre otra cuestión. No sobre su ensayo, no sobre los errores de lógica ni los sesgos cognitivos, sino sobre un artículo reciente en el que Dobelli nos exhortaba a no leer la prensa. Silencio en la sala. Sutiles carraspeos entre los periodistas. Dobelli tragó saliva.

Fue una disertación con cara de pocos amigos. Al cabo de veinte minutos, Dobelli remató la faena con un epílogo punzante. "Seamos honestos, damas y caballeros: lo que ustedes están haciendo aquí es básicamente entretenimiento". Rusbridger respondió con una elegante paradoja: "Me gustaría que publicáramos los argumentos de Dobelli. Hoy mismo". Por lo visto, los periodistas abandonaron el recinto en silencio y sin despedirse. El artículo aún puede encontrarse en la edición digital de The Guardian: "Las noticias son malas para ti: dejar de leerlas te hará más feliz". La bola de nieve creció hasta cobrar la forma de un nuevo libro: Deja de leer las noticias.

La actitud de Dobelli no obedece a un síntoma aislado. En los últimos años, caldeado a menudo en el fermento de Internet, ha prosperado un perfil más o menos prototípico de hombre notorio y exitoso, mezcla de emprendedor y autor superventas, a veces con tono académico y otras veces filósofo de andar por casa, que presta consejos vitales y financieros a su audiencia. Pongamos por ejemplo a Tim Ferriss, que en 2007 ganó fama con un libro ya canónico sobre el arte de ganar dinero sin trabajar (spoiler: haciendo que otros trabajen). Entre trucos empresariales, deslocalizaciones y servicios de atención al cliente instalados en la India, se deslizan también sugerencias de viaje y productividad. Life hacks.

Ferriss recomienda seguir una dieta hipoinformativa, es decir, desentenderse de toda clase de informaciones que no sean relevantes y de uso instantáneo. Ni hablar de periódicos, revistas, radio o televisión. Nada de deambular por Internet. Prohibidos los libros, salvo los suyos. Aun a riesgo de vivir en la inopia y fuera de las realidades compartidas, Ferriss reconoce que no prescinde de un compromiso ciudadano tan crucial como el voto. Pero ni siquiera entonces pierde el tiempo con promesas programáticas ni otras complicaciones. Le basta consultar a sus allegados. La democracia reducida a la nada.

Lo más fácil es enarcar la ceja y lanzar una mirada condescendiente. Al fin y al cabo, de ahí procede la palabra idiota, de aquellos ciudadanos griegos que hacían de su capa un sayo y se escurrían de la vida política. La esfera pública, se lamenta Aristóteles, es objeto de gran descuido pues "todos se preocupan especialmente de las cosas propias (idion), y menos de las comunes (koinon), o sólo en la medida en que atañe a cada uno". El defensor encarnizado del gremio periodístico encontrará aquí un razonamiento favorable. ¿Cómo podemos contribuir al bien colectivo si desconocemos el mapa de la actualidad que nos brinda cada día la prensa?

No obstante, y sin ánimo de arrojar piedras sobre el propio tejado, conviene hacer examen de conciencia. En primer lugar, como comunicadores. En segundo lugar, como consumidores de noticias. Y digo "consumidores" porque las noticias son también una mercancía sometida a los designios más crueles de la oferta y la demanda. Lo relevante se confunde con lo novedoso, objeta Dobelli, y cualquier información que excite la curiosidad del consumidor será susceptible de estamparse en letras de molde aunque carezca de toda trascendencia. Si las dinámicas sensacionalistas existen es porque las alentamos con nuestros clics, nuestros likes y nuestros índices de audiencia.

En un entorno digital que premia la inmediatez, se ha impuesto la obligación tácita de informar lo antes posible sobre eventos cuyos matices e implicaciones aún desconocemos. Lo importante es llegar el primero y no hay error que no sea subsanable con una ráfaga de correcciones y ampliaciones. Las tertulias echan humo y las redes sociales han reforzado la lógica de la opinión apresurada, la sentencia sumarísima condensada en una frase, un lema, un tuit. La objetividad exige un reposo que la actualidad nos niega. Werner Jaeger observa ya este dilema en el historiador griego Tucídides: cuanto más próximo y actual es un asunto, más comprometedor parece adoptar un punto de vista.

En su versión más tajante, los detractores de la prensa alegan además razones de salud mental y quietud del espíritu. Las noticias crecen hasta los límites de la superpoblación, generan una extraña forma de dependencia, acaparan nuestra atención e inundan nuestros pensamientos. Por si fuera poco, la información de valor se confunde con toda suerte de banalidades y estamos expuestos a un ejercicio permanente de búsqueda y selección. De alguna forma hemos reemplazado la lectura profunda por el escaneo veloz de los textos. El laberinto de enlaces, regidos por un opaco sistema de algoritmos, nos lleva a navegar a la deriva y a merced de los reclamos más ruidosos. Una garantía de fatiga cerebral.

La conclusión parece lógica: apaga la televisión, desintoniza tu emisora de radio favorita, no leas las noticias cada día y reclúyete en la lectura monacal de libros enjundiosos al margen de toda acción pública. Hay otra conclusión posible, sin embargo, que nos apela. Se trata de enriquecer el debate con cierta higiene mediática. Guardar el decoro deontológico. Esquivar los escándalos de postín aunque sean más rentables. Contener el juicio. Matizar las opiniones. Premiar el trabajo honesto y proscribir las malas prácticas. Es difícil mantener la calma entre tanto ruido, es verdad. Pero es peor el riesgo de terminar convertido, en el sentido más griego del término, en un perfecto y desnoticiado idiota.

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