14/04/2024

Persona en consulta médica - Pixabay

Estábamos allí porque alguien se apiadó de nosotros y nos recomendó esa unidad después de dos años de vía crucis y abandono. Estábamos por primera vez en un hospital público madrileño del que no diré su nombre para protegerlo.

A M., mi concubino, le diagnosticaron en 2022 una enfermedad rara en la sanidad privada y, en cuanto lo hicieron, nos mandaron a la pública.

El hospital en cuestión es humilde, pero está bien cuidado. Su gotelé es reciente, no se ven cables, hay luz natural y está y huele a limpio, sin oler a desinfectante mareante.

En las primeras consultas –dos de las cuatro que fueron– me quedé fuera, en las sillas de espera, como convinimos hace ya tiempo, para evitar que los médicos se dirijan a mí en lugar de a quien está enfermo. Hablan a la cuidadora en vez de al paciente, como si los que van en silla de ruedas ya no fueran dueños de si mismos.

Me puse a leer, mientras esperaba, como viene siendo mi costumbre y mi consuelo. Esta vez era Nora Ephron la que me mejoraba el día. Últimamente, cuando leo, consigo seguir las palabras a su ritmo, salgo del mío y me voy de viaje fugaz a otra cabeza, a otra vida, a otro sitio.

Sin embargo, esta vez, algo me sacaba de mi viaje de bolsillo –y eso que era un libro muy bueno, titulado "No me gusta mi cuello". Empezó como molestia: ¿por qué tienen que hablar tan alto personas que están tan cerca? Como no podía evitar escucharles, empecé a darme cuenta de que muchas de las que esperaban hablaban entre ellas o por teléfono del puchero que preparaban o que había que preparar para el mediodía. Era gente cuidando de gente. Creí que podía olerlo, como cuando tienes hambre, vuelves a casa y mamá ya tiene lista comida rica. Después me llegaron ecos de conversaciones sobre cómo lo está llevando, sobre si tiene que bajar esa tripilla, sobre cómo poner una barra al borde de la cama, sobre qué tal con el nuevo analgésico, sobre cómo vas con la nueva silla. Cuando levantaba la cabeza del libro veía a mujeres de batas blancas conversando en los pasillos con quienes esperaban, obsequiando consejos que lo cambian todo, regalando tiempo y cuidados que dan sentido y dignidad a lo que sea que pase en la vida.

Partiendo de que todos los hospitales, como los aeropuertos, me parecen milagros de la humanidad, artefactos prodigiosos de ingeniería humana, cadenas de montaje infinitas con resultados asombrosos, en esta ocasión toqué el cielo, si el cielo de la humanidad existe.

En aquel pasillo escuché a un señor mayor, que había sido jefe de protección civil, que le contaba a una enfermera de rizos rojos lo difícil que era para él verse sin valerse y cómo había llegado a gritar a su mujer –él que nunca lo había hecho–, cómo el dolor le convertía en otro. El dolor es lo peor, ya verás como este calmante es mejor, le contestaba ella. ¿Y tú a cuántos ayudaste en tu vida? Pues ahora nos toca, añadió, como quien cuenta qué ha desayunado ese día. Y entonces él le confesó que no quería llorar, pero que se emocionaba por cómo de bien le estaban tratando, y que muchas muchas muchas gracias. No lloró. La enfermera maravilla le dijo que no lo hiciera y también: no, hombre, no me des las gracias, solo hacemos lo que debería ser en todos lados –y a mí se me llenó el libro de lágrimas.

En la tercera cita me pidieron que entrara y entré. Ningún médico tenía prisa. Nuestros usos y costumbres fueron revisados y mejorados. Nos fuimos con la sensación de por fin estar en manos de un equipo formado e informado, experto en la cuestión, con ganas de aprender y ejercer, atento a las investigaciones y a los avances en el mundo. Dejamos de sentirnos en manos de notarios que solo notifican cómo avanza tu desgracia mientras te prescriben drogas.

Porque hay un principio de Perogrullo que a muchos se les olvida: las enfermedades raras no son incurables; es solo que todavía no sabemos cómo se curan. Algunos sanitarios pelean por descubrirlo y por alargar y mejorar la vida de sus enfermos. Otros, muchos, te dan por perdido desde el primer momento, siguiendo la triste doctrina Ayuso: "de todos modos vas a morirte", como si el modo no importase. Obvian que el trato humano, el cuidado en el sentido real del término lo cambia absolutamente todo.

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No nos vamos a morir igual

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14.04.2024

14/04/2024

Persona en consulta médica - Pixabay

Estábamos allí porque alguien se apiadó de nosotros y nos recomendó esa unidad después de dos años de vía crucis y abandono. Estábamos por primera vez en un hospital público madrileño del que no diré su nombre para protegerlo.

A M., mi concubino, le diagnosticaron en 2022 una enfermedad rara en la sanidad privada y, en cuanto lo hicieron, nos mandaron a la pública.

El hospital en cuestión es humilde, pero está bien cuidado. Su gotelé es reciente, no se ven cables, hay luz natural y está y huele a limpio, sin oler a desinfectante mareante.

En las primeras consultas –dos de las cuatro que fueron– me quedé fuera, en las sillas de espera, como convinimos hace ya tiempo, para evitar que los médicos se dirijan a mí en lugar de a quien está enfermo. Hablan a la cuidadora en vez de al paciente, como si los que van en silla de ruedas ya no fueran dueños de si mismos.

Me puse a leer, mientras esperaba, como viene siendo mi costumbre y mi consuelo. Esta vez era Nora Ephron la que me mejoraba el día. Últimamente, cuando leo, consigo seguir las palabras a su ritmo, salgo del mío y me voy de viaje fugaz a otra cabeza, a otra vida, a otro sitio.

Sin embargo, esta........

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