Levannys Figueroa. / Foto: CORTESÍA

28 Feb, 2024 | Desde su salida el 29 de octubre del 2023 en Amazon, el libro «Tierra de sueños» ha generado gran impresión entre los lectores alrededor del mundo. Y es que la singular manera en que su autora aborda el terror llega a resultar sumamente perturbadora para los más susceptibles.
Yo, que leí de primera mano cada recoveco de la obra, puedo constatar lo turbulento de sus páginas, pero, como soy de esos que disfrutan el terror y la buena literatura, cuando hallo ambos factores en un mismo lugar —algo muy difícil en la actualidad—, realmente la paso muy bien.
Hoy tengo el honor de compartirles uno de los 27 cuentos de esta macabra antología. Gracias a la escritora Levannys Figueroa por la permitir esta colaboración. Disfrútenlo.
***

“Pica”

Aquel día tuvo un comienzo atribulado: el Sr. Andrés Matías Fermín se levantó de su cama de madera de roble y se golpeó con una de las vigas del techo. El coloso medía, por lo menos, dos metros y diez centímetros de altura; no obstante, siempre fue un sujeto cuidadoso; nunca antes su cabeza se había topado tan de bruces con el techado caliente de la habitación.

Confuso y adolorido, Andrés Matías se sobó la nuca y notó que en esa zona de su cuerpo se expandía un chichón del tamaño de una pelota de golf. Como si fuera poco su descuido, al calentar el agua para el baño de las cinco de la mañana se fue de boca al piso con la olla llena del líquido hirviente en las manos. ¿El resultado?: una quemada en las rodillas. La zona lacerada despedía un inusual hedor a azufre.

A pesar de lo que pudiera pensar cualquiera, las quemaduras no fueron heridas de gravedad, solo le produjeron una molesta irritación en el área correspondiente. Ese día, después de untarse quince gramos de crema de árnica y ajustarse los calzones, notó que su camisa favorita —que le fue obsequiada por su difunta esposa Marietta—, por fin, después de tanto tiempo, fue roída por un maldito ratón. Según la cuenta de Fermín, el animalito llevaba meses habitando en su casa, y por más que el anciano lo planeara de manera consciente, nunca había hecho algo al respecto.

No le fue mejor al pantalón que tenía pensado ponerse. Se hallaba, pues, sucio. Fermín no lo comprendía: ¿cómo podía haber olvidado lavar, planchar y colgar el pantalón que usaría ese último viernes de trabajo? Un absurdo total. Y sí: ese día se daría el acabose, el cierre de una noble carrera como portero del Banco Central, un oficio que se convirtió, sin querer, en sinónimo de sí mismo, pues sin su trabajo no le quedaba ningún propósito concreto en esto a lo que llamamos existencia. No había más remedio: tendría que utilizar otro atuendo para asistir a su día especial.

En lugar de su delicada camisa azul del uniforme —adornada con botones de plata y coronada con unos gemelos exquisitos—, tuvo que usar una camisa azul común, de esas que se llevan puestas todos los días y no deberían usarse en una mañana de tal dignidad: su último día de trabajo, después del cual, tras sesenta años de experiencia, podría retirarse y dedicarse a…, ¿a qué? Andrés no conocía muy bien la respuesta a esa pregunta.

También se puso un pantalón cualquiera. La prenda colgaba de un gancho de madera en el ropero, junto a tantos otros pantalones con el mismo corte y color. No sabía si era por la ropa, por el espacio que se abría en el closet donde aún quedaban todos los vestidos de Marietta, o, si acaso, por el recuerdo de ella y su perfume con olor a camelias, pero un leve picor le recorrió el cuerpo entero, acompañado por un escalofrío de esos que duelen y entumecen los músculos.

Dos años atrás, antes del súbito cáncer que se llevó a su mujer, habían planeado que cuando el hombre se jubilara se irían a vivir a un sitio al nivel del mar para pasar sus últimos días. Después de todo, ambos sirvieron a su comunidad, y criaron con amor y esmero a su hermosa hija Evelyn, que, en el presente de Andrés, era una mujer independiente y felizmente casada con un hombre que la amaba en demasía, y con quien compartía un hogar al otro lado del país.

Evelyn, quien siempre sería su niña, aunque estuviera muy cerca de la quinta década, tenía por tradición visitarlo dos veces al año y disfrutar junto a él de las bondades de aquella ciudad. No obstante, todavía faltaban tres meses para volver a encontrarse. Andrés Matías Fermín añoraba su carita en forma de corazón, y esa particular fragancia marina que adoptaron sus mejillas al tiempo de haberse mudado al oriente de su tierra. Empero, algo muy dentro del anciano le hacía comprender que, tal vez, al igual que ocurrió con aquel sueño de jubilarse en compañía de Marietta, no tendría la oportunidad de volver a ver esos pómulos oceánicos.

Estaba solo, con su closet atiborrado de recuerdos y olores a camelias muertas y su ratón devorador de camisas con botones de plata y gemelos exquisitos. Solo, y nunca se notó tan desolado como esa mañana. De repente, la casa le quedó grande, y el picor que le atormentaba el cuerpo desde hace una hora se volvió aún más intenso. Resignado a la normalidad de su atuendo, preparó una taza de café y lo depositó en un vaso térmico. Entonces dejó aquella estructura inmensa y vacía a la que alguna vez llamó hogar, y partió al banco; la única casa que le quedaba.

En el instante en que cruzó la puerta, todos sus compañeros, felices de verlo, se acercaron a abrazarlo y desearle una buena mañana, un buen provecho, una buena merienda, un buen café, y, al final de la tarde, una vida maravillosa y un descanso bien merecido. En medio del alboroto, el picor del cuerpo crecía y crecía. Al hombre le organizaron una fiesta de despedida, pero tuvo que partir a la mitad de esta, pues la comezón no lo dejaba existir con tranquilidad.

Abrazar a las personas del banco hacía que le picara más la piel. Ir al baño a hacer sus necesidades fue insoportable después de un tiempo, porque sus zonas privadas también picaban. Andrés Matías acariciaba su cabeza con sus manos, a modo de rastrillo, para que la gente pensara que se aseaba la calva, y no que sufría —como dictaba la realidad— de una muy irritante comezón.

Fermín se miró al espejo del lavabo en medio de su fiesta de despedida. Sin poder contener las lágrimas, lloró. En su mente revoloteaba un único pensamiento: “Me estoy volviendo loco”. Lo más extraño del asunto es que en su cuerpo no existía ninguna señal de lesión dérmica que ocasionara aquella crisis, más allá del rubor que dejaban sus uñas al rascarse. En el instante en que tuvo la valentía para abandonar el baño, fingió estar extenuado, intentó aclarar su rostro y fue a abrazar de nuevo a aquellos muchachos que, de alguna u otra manera, se habían convertido en su familia adoptiva. Él tenía planes de dejar la ciudad, y sabía que, quizá, no volvería a verlos.

Argumentar que el acto de conducir su escarabajo fue una tortura, sería ser demasiado endeble. Andrés Matías Fermín debía apretar con fuerza su dentadura postiza mientras sudaba profusamente, pues el picor incremen-taba con cada kilómetro recorrido. Eran ya las siete de la noche, él no se encontraba nada bien, pero —seguro de no sufrir una emergencia médica, sino algo que se calmaría con un baño y descanso— se negó a visitar la clínica más cercana. El anciano llegó a su casa media hora más tarde, pálido y angustiado.

Al entrar a la sala, se deshizo de toda su ropa, enfrió un poco el agua de la ducha y se sumergió en ella por dos horas completas. Sin embargo, el baño no dio resultado alguno. Entonces, en su necesidad de calmar el picor, Matías Fermín recurrió a algo que siempre le había generado conflictos: medicación prescrita. Marietta fue alérgica a muchos alimentos —que ella, contra toda recomen-dación del médico más estricto, disfrutaba comer—, y todavía quedaban remanentes de los paliativos de su condición en la gaveta del cuarto de baño.

Fue así como, decidido a recuperar la serenidad, Fermín buscó los antialérgicos; tomó dos blísteres y se los tragó con un cuarto de vaso de agua. El hombre sabía que debía esperar unos minutos para sentir el efecto del medicamento, de modo que se fue a la cama y, desnudo a cabalidad, se metió bajo las sábanas que, por algún motivo, seguían calientes desde el amanecer. Cinco minutos más tarde, las manos del anciano temblaban a causa de la ansiedad. Le parpadeaba el ojo izquierdo, y su corazón latía con fiereza.

Media hora después le sudaba la frente… las axilas… el pecho… la espalda… la entrepierna… ¡incluso los pies! El hombre jadeaba, frotaba sus manos entre sí, se pellizcaba los cachetes, rascaba su cabeza, sus brazos, su cuello, su abdomen… Nada funcionaba.

Bajo esas extenuantes circunstancias, decidió darse otra ducha, pero, como es posible asumir, esto tampoco sirvió de nada. Pasaron tres horas antes de que Andrés Matías Fermín comenzara a escuchar los pequeños pasos del ratón, que se movían, polizones, dentro del closet donde olía a camelias.

“¡Eureka!”, se dijo en sus adentros Fermín, para luego levantarse de la cama con la velocidad de un suspiro, abrir el escaparate de par en par y ver por primera vez —según él— una señal de lo que causaba el picor que lo atormentaba: el polvo que el ratón dejaba con sus patitas sobre la ropa que yacía dentro, inerte, esperando a que el hombre se dignara a usarla. Andrés Matías se dijo que no lo notó antes porque en las mañanas era difícil divisar aquel roció, pero él estaba seguro de que existía. Acto seguido, con gran determinación, tomó todas las prendas colgadas en el closet y las introdujo con fuerza dentro de la lavadora.

No podía hacer nada en contra del picor a esas horas, pero pensó que, si lavaba la ropa, aquello no volvería a ocurrirle. No obstante, sesenta minutos transcurrieron y su actividad no le distrajo ni un ápice de la infernal comezón, la cual, pese a todo lo que le había provocado, seguía sin presentar señales físicas de existir, salvo por el rubor extendido a causa del recorrido de sus uñas sobre su piel. Andrés, tambaleante por culpa del sueño perdido pero alerta por la urticaria, se dirigió a la cocina y se preparó una taza de té de malojillo, lo que Marietta tomaba para los nervios.

El hombre se sentó en la mesa y puso su taza de té en frente de sí. Se dispuso a tomar sorbos mientras, afligido, frotaba sus brazos, piernas, abdomen y cabeza. Cada vez era más intenso el picor, y, con él, más frecuentes y más graves las sesiones de rascado. De repente, comenzó a escuchar el chillido del ratón y el sonido de sus patitas contra la superficie de la cocina impregnada con el olor del té.

Estaba cerca, y Andrés Matías Fermín encontró indignante aquella falta de respeto. ¡Todo era su culpa!: ¡el polvo, el picor, la falta de sueño! Necesitaba hacer algo al respecto. El anciano fue a su habitación y buscó un martillo de hierro que guardaba celosamente en el closet por si necesitaba realizar alguna reparación dentro de la casa. De nuevo se topó con los vestidos de Marietta, y pensó que, si ella estuviera viva, hubiera apoyado su idea. Luego de un silencio solemne, resuelto, se alistó igual que un soldadito de plomo, arma en mano, en busca del pequeño animal.

En medio del camino comenzó a rascarse con el objeto, hasta que lo menos pensado ocurrió y lo sacó de sus casillas: el roedor tomaba de su taza de té. Aquello fue el colmo para Fermín, la más indignante falta de respeto recibida en su vida, y lo peor del caso: venía de un ser inferior a él, y esto último no por su tamaño, sino por sus modales. Ese animal había vivido en su casa por meses, y él no se interesó nunca en hacerle daño, ¿cómo podía devolverle el favor de semejante manera?

Con toda la rabia posible que pudiese concentrarse en un pecho septuagenario, Andrés se acercó al rufián, el cual —distraído mientras bebía con calma de su taza de malojillo con miel— no se percató de nada. De pie detrás del roedor, con mucho cuidado y con ese silencio que solo es adecuado a su edad, el anciano le estampó el martillo de hierro en la cabeza.

La obra abstracta que se extendió sobre la mesa fue la más terrible que Fermín hubiera visto, y, sin que el cadáver del animalito se enfriara siquiera, el hombre sintió un dolor en el pecho que, a su vez, era mucho más intenso que la comezón que lo invadía. Además de Andrés, el roedor era la única cosa viva en aquella casa —o al menos esos parecía—; su respiración, el sonido de sus patitas en la madera y sus habituales chillidos eran todo lo que acompañaba a Andrés Matías Fermín en sus días solitarios… pero ya no estaba. No respiraba más, y él era el culpable.

De pronto, el corazón del anciano se encogió como solo lo sintió hacerlo al enterarse de la muerte de Marietta. Sus manos trémulas sostuvieron el martillo con desgano, y sus ojos, de un gris infecto, derramaron lágrimas mientras el picor, una vez más, tomaba cabida entre su dermis y su ya enloquecida mente. El hecho de comenzar una nueva vida plagada de soledad, de miles de aventuras sin la compañía de Marietta, el haber asesinado al ratón, aquel hedor a sangre que invadía la cocina, la lejanía de noventa días de su hija. Todo era demasiado espantoso para poder ser soportado.

No había recoveco de la fisionomía de Andrés Matías Fermín que no tiritara a causa de un frío inexistente, a la par que, espasmódico, se rascaba cada palmo con el frenesí de un esquizofrénico en plena crisis ansiosa. Luces, sombras, matices… delirios enteros lo abrumaron. Atolondrado, el anciano corrió hacia el ventanal de la habitación que durante cincuenta años compartió con su adorada Marietta; sus manos recorrieron su cabeza, sus ojos y su pecho enrojecido por el proceso de rascado con una fuerza avasallante, mientras que su nariz se inundó con el olor a camelias muertas.

A esas alturas, cada fibra de piel estaba hecha jirones a causa de todas las veces que las uñas de Matías Fermín habían lacerado su cuerpo. El hombre sangraba igual que un recién nacido acabado de salir del vientre de su madre. El dolor era insoportable, al igual que el ardor y la visión de los charcos carmesí que inundaban el suelo mientras los pies del anciano se estrellaban contra las baldosas. Las uñas de sus manos, carcomidas por el intenso trabajo de rascarlo, sangraban también.

Pronto, el ventanal abierto y la brisa que se colaba a través de él fueron el único remedio ante tanta miseria, ante la ausencia de las respiraciones que alguna vez fueron parte de su hogar, de sus días de alegría y risas, de la voz calma de Evelyn y su manía de llevarle la contraria. La última imagen que Andrés Matías Fermín pudo sostener en su maltrecha mente fue esa, la de su hija, a quien ya no volvería a ver. En ese cuadro tétrico de despedida, al fondo de la habitación y justo cuando el cuerpo del septuagenario flotaba en el aire antes de impactar con la acera, al alba, se escucharon los chillidos de un ratón y se expandió el infernal hedor de las camelias muertas.

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“Pica”, un perturbador cuento del libro «Tierra de sueños», la ópera prima de Levannys Figueroa

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29.02.2024

Levannys Figueroa. / Foto: CORTESÍA

28 Feb, 2024 | Desde su salida el 29 de octubre del 2023 en Amazon, el libro «Tierra de sueños» ha generado gran impresión entre los lectores alrededor del mundo. Y es que la singular manera en que su autora aborda el terror llega a resultar sumamente perturbadora para los más susceptibles.
Yo, que leí de primera mano cada recoveco de la obra, puedo constatar lo turbulento de sus páginas, pero, como soy de esos que disfrutan el terror y la buena literatura, cuando hallo ambos factores en un mismo lugar —algo muy difícil en la actualidad—, realmente la paso muy bien.
Hoy tengo el honor de compartirles uno de los 27 cuentos de esta macabra antología. Gracias a la escritora Levannys Figueroa por la permitir esta colaboración. Disfrútenlo.
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“Pica”

Aquel día tuvo un comienzo atribulado: el Sr. Andrés Matías Fermín se levantó de su cama de madera de roble y se golpeó con una de las vigas del techo. El coloso medía, por lo menos, dos metros y diez centímetros de altura; no obstante, siempre fue un sujeto cuidadoso; nunca antes su cabeza se había topado tan de bruces con el techado caliente de la habitación.

Confuso y adolorido, Andrés Matías se sobó la nuca y notó que en esa zona de su cuerpo se expandía un chichón del tamaño de una pelota de golf. Como si fuera poco su descuido, al calentar el agua para el baño de las cinco de la mañana se fue de boca al piso con la olla llena del líquido hirviente en las manos. ¿El resultado?: una quemada en las rodillas. La zona lacerada despedía un inusual hedor a azufre.

A pesar de lo que pudiera pensar cualquiera, las quemaduras no fueron heridas de gravedad, solo le produjeron una molesta irritación en el área correspondiente. Ese día, después de untarse quince gramos de crema de árnica y ajustarse los calzones, notó que su camisa favorita —que le fue obsequiada por su difunta esposa Marietta—, por fin, después de tanto tiempo, fue roída por un maldito ratón. Según la cuenta de Fermín, el animalito llevaba meses habitando en su casa, y por más que el anciano lo planeara de manera consciente, nunca había hecho algo al respecto.

No le fue mejor al pantalón que tenía pensado ponerse. Se hallaba, pues, sucio. Fermín no lo comprendía: ¿cómo podía haber olvidado lavar, planchar y colgar el pantalón que usaría ese último viernes de trabajo? Un absurdo total. Y sí: ese día se daría el acabose, el cierre de una noble carrera como portero del Banco Central, un oficio que se convirtió, sin querer, en sinónimo de sí mismo, pues sin su trabajo no le quedaba ningún propósito concreto en esto a lo que llamamos existencia. No había más remedio: tendría que utilizar otro atuendo para asistir a su día especial.

En lugar de su delicada camisa azul del uniforme —adornada con botones de plata y coronada con unos gemelos exquisitos—, tuvo que usar una camisa azul común, de esas que se llevan puestas todos los días y no deberían usarse en una mañana de tal dignidad: su último día de trabajo, después del cual, tras sesenta años de experiencia, podría retirarse y dedicarse a…, ¿a qué? Andrés no conocía muy bien la respuesta a esa pregunta.

También se puso un pantalón cualquiera. La prenda colgaba de un gancho de madera en el ropero, junto a tantos otros pantalones con el mismo corte y color. No sabía si era por la ropa, por el espacio que se abría en el closet donde aún quedaban todos los vestidos de Marietta, o, si acaso, por el recuerdo de ella y su perfume con olor a camelias, pero un leve picor le recorrió el cuerpo entero, acompañado por un escalofrío de esos que duelen y entumecen los músculos.

Dos años atrás, antes del súbito cáncer que se llevó a su........

© Sol de Margarita


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