Andaba yo revuelta en la noche del lunes lidiando con el sueño, refugiada bajo el peso de las mantas, mientras el silbido amenazante del viento sonaba al otro lado de la ventana de la habitación. Era como tener un monstruo susurrándote al oído que viene a por ti, que viene directo a por ti.

Lo advertía el parte meteorológico, así que no me cogió por sorpresa esa rabia agitada con la que el temporal remarcaba su presencia en el norte, aunque lo cierto es que prolongó mi desvelo dando rienda suelta a un huracán de pensamientos. Suele ocurrir, es lo que tienen las madrugadas y más cuando es invierno fuera y dentro de una. Es lo que dice también una encuesta publicada esta semana: que las mujeres en España dormimos peor que los hombres, que la desigualdad llega hasta el descanso, que se cuela hasta en la mismísima intimidad de la cama. Y la culpa la tiene, en más del ochenta por ciento de los casos, el estrés. Todas aquellas preocupaciones que aprovechan la oscuridad para revolotear por la mente como los grillos pululan en la noche.

Estando en esas tinieblas, me vino de pronto a la cabeza el devastador incendio de Valencia. Habían pasado unos días desde que las llamas acabaran con la vida de diez personas y arrasaran por completo y en apenas cuarenta y cinco minutos -como si tuvieran más faena por delante y llevaran prisa- esas dos torres de Campanar. Sin embargo, pese a la distancia y al tiempo transcurrido, no pude evitar imaginar qué hubiera hecho yo, cómo hubiera reaccionado si aquellos golpes, si aquellas advertencias del aire contra mi ventana, hubieran sido en realidad inmensas lenguas de fuego como las que vi en televisión de la tragedia. Su tamaño descomunal, su color naranja intenso y colérico, el enfado con el que salían de los balcones como el cazador que desesperado busca a su presa hasta en el último rincón posible. Daban auténtico pavor sólo a través de la pantalla, así que no puedo ni imaginar lo terrorífico que debe ser que esas llamaradas toquen a tu puerta una tarde cualquiera de jueves. Que te cojan en casa recién parida con tu marido y tus dos hijos pequeños. Tenerlas de frente. De espaldas. De costado. Que te rodeen y te atrapen como en una jaula sin salida.

En eso pensé -qué cosas- durante largo rato en la noche del lunes. En Marta y en Ramón. En Ramón, en Marta y en sus dos pequeños: Víctor, de poco más de dos años y Carla, quien apenas rondaba los diez días de vida. Eran vecinos de la planta octava de uno de los bloques quemados y nombres propios de este drama que revolucionó las televisiones y descolocó parrillas con programas especiales, y del que pocos hablan ya pasada una semana.

Los cuatro murieron juntos por el mordisco atroz de una llama, de unas cuantas llamas. Sus cuerpos se encontraron abrazados. Vaya escena, vaya final. Cómo serían sus últimos minutos. Qué se dirían si es que se dijeron algo. Qué recordaría ese matrimonio en ese instante en el que te invaden tanto el miedo como el fuego. Cómo se miraría esa pareja ante un final inminente jamás pensado. Qué se llevaron consigo los ojos de esos dos niños que todavía ni siquiera habían tenido tiempo de aprender a ver la vida. Nacer para morir sin haber vivido. Cuánto duró ese abrazo en familia mientras los corazones aún latían.

Relatan algunos medios que, tras ser advertidos del incendio por una amiga que paseaba por la zona e intentar salir de la vivienda para ponerse a salvo, se refugiaron finalmente en el baño siguiendo las recomendaciones de los bomberos y pensando que serían auxiliados antes o después. Algo que nunca ocurrió. Un tiempo -intuyo- infinito en el que la pareja pudo despedirse por teléfono de amigos y familiares. “Estamos encerrados en el baño porque no nos han dejado salir”. Es lo último que, según cuentan sus allegados, Marta le comunicó a su madre. A partir de ahí, el silencio que deja la muerte mezclado con el crujir de las cenizas.

Cada día damos por hecho que mañana volveremos a estar vivos, pero no es más que un delirio, una ilusión que puede arder en llamas en cuestión de segundos. Quizá este texto llega tarde si tenemos en cuenta las reglas de lo noticioso y de lo que es actualidad, pero hay historias que bien merecen seguir crepitando, aun en las noches de temporal, aun cuando ya no queda ni una llama encendida en la hoguera para alumbrar tanta oscuridad en las madrugadas en vela.

QOSHE - El mordisco atroz de las llamas - Ane Ibarzabal
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El mordisco atroz de las llamas

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02.03.2024

Andaba yo revuelta en la noche del lunes lidiando con el sueño, refugiada bajo el peso de las mantas, mientras el silbido amenazante del viento sonaba al otro lado de la ventana de la habitación. Era como tener un monstruo susurrándote al oído que viene a por ti, que viene directo a por ti.

Lo advertía el parte meteorológico, así que no me cogió por sorpresa esa rabia agitada con la que el temporal remarcaba su presencia en el norte, aunque lo cierto es que prolongó mi desvelo dando rienda suelta a un huracán de pensamientos. Suele ocurrir, es lo que tienen las madrugadas y más cuando es invierno fuera y dentro de una. Es lo que dice también una encuesta publicada esta semana: que las mujeres en España dormimos peor que los hombres, que la desigualdad llega hasta el descanso, que se cuela hasta en la mismísima intimidad de la cama. Y la culpa la tiene, en más del ochenta por ciento de los casos, el estrés. Todas aquellas preocupaciones que aprovechan la oscuridad para revolotear por la mente como los grillos pululan en la noche.

Estando en esas tinieblas, me vino de pronto a la cabeza........

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