El sol empieza a languidecer sol empieza languidecer y el parque se llena de niños y palomas pedigüeñas. Los niños corren, se zafan de las manos de sus cuidadores como presidiarios en su primer día de permiso. Abandonan sus mochilas y se apresuran a la conquista de toboganes y columpios. Hay una niña que está trepando por una estructura de madera con forma de pirámide. Debe tener cinco o seis años. Después de ascender a la cima con dificultad, anuncia su victoria a gritos: “¡Papá, mírame! ¿Ves cómo puedo sola? ¡Papá! ¿Me ves?”. El padre, que está sentado a pocos metros de ella, no aparta la vista de la pantalla que tiene entre las manos. Parece abducido por una fuente energética que le ofrece mejores recompensas que esta realidad. Si la escena se repite un buen número de veces, la pequeña escaladora podría convertirse en un ser hambriento de atención. No serán suficientes todas las tardes que su padre la acompañe al parque después del colegio. No basta con estar ahí.

El doctor Ed Tronick creó un experimento conocido como “el paradigma de la cara inexpresiva”. La madre y el padre de un bebé reciben instrucciones de no expresar ningún gesto de conexión emocional con su hijo. Al cabo de pocos segundos, el bebé empieza a mostrarse ansioso. La criatura hará todo lo posible por recuperar la atención que le fue arrebatada. Usará todos sus recursos: balbuceos, gritos, llanto. Si no lo consigue, acabará ausentándose emocionalmente.

La mayoría de edad no mata al niño que llevamos dentro. No importa que hayamos aprendido a lidiar con la frustración empleando el mecanismo más usado por los adultos: fingir normalidad. Intenten recordar la última vez que un amigo se transformó en una especie de holograma. Sentado en el extremo de una mesa de café, nuestro interlocutor se quedó obnubilado por la luz azul de un aparatito. ¿A que duele?

Borges consideraba que la buena salud de una amistad no depende de la frecuencia de los encuentros. “Yo tengo amigos íntimos a quienes veo tres o cuatro veces al año, a otros no los veo porque se han muerto”. Lo de los muertos lo entendí, pero no estaba de acuerdo con Borges. Llegué a preguntarme qué ocurre cuando una ve a sus amigos solo una vez al año o, aún peor, una vez cada dos años. ¿Cómo hacían Borges y sus amigos para no perder el hilo de sus vidas, sin mensajería rápida y a merced de unas cartas que antes de llegar a su destino agotaban largas travesías por aire o por mar? Si el olvido es el hijo predilecto de la distancia, ¿un alejamiento prolongado no iría en detrimento de la relación? No, señora. El encuentro físico no es una garantía de presencia verdadera.

Aunque no podamos elegir la época en que vivimos, tenemos la opción de escoger la postura que asumimos ante los desafíos que nos presenta la modernidad. Por ejemplo: reaprendiendo qué significa la simple cordialidad de honrar el tiempo y la compañía de los otros. El cariño es una práctica que exige acciones conscientes. La solidez de un vínculo no depende solo de las veces que nos vemos. La calidad de nuestra presencia transmite un mensaje que aprendimos a descifrar antes de desarrollar la capacidad del habla: “Estoy aquí para ti, te veo”.

sorayda.peguero@gmail.com

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Borges tenía razón

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09.12.2023

El sol empieza a languidecer sol empieza languidecer y el parque se llena de niños y palomas pedigüeñas. Los niños corren, se zafan de las manos de sus cuidadores como presidiarios en su primer día de permiso. Abandonan sus mochilas y se apresuran a la conquista de toboganes y columpios. Hay una niña que está trepando por una estructura de madera con forma de pirámide. Debe tener cinco o seis años. Después de ascender a la cima con dificultad, anuncia su victoria a gritos: “¡Papá, mírame! ¿Ves cómo puedo sola? ¡Papá! ¿Me ves?”. El padre, que está sentado a pocos metros de ella, no aparta la vista de la pantalla que tiene entre las manos. Parece abducido por una fuente energética que le ofrece mejores recompensas que esta realidad. Si la escena se repite un buen número de veces, la pequeña........

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